Nosotros no necesitamos que la Iglesia nos ilumine (a no ser que lo haga ardiendo), pero reconocemos que su influencia sigue siendo significativa para muchas personas.
La reciente intervención de dos activistas de Personas por el Trato Ético de los Animales (PETA) durante una audiencia papal en el Vaticano no solo expone una práctica cruel, sino también la inacción de una institución que se proclama defensora de la vida y la justicia. Con carteles que denunciaban que “Las corridas de toros son pecado”, estas activistas confrontaron directamente a una jerarquía que ha optado por ignorar el sufrimiento de miles de animales en nombre de una tradición violenta y obsoleta. Nosotros no creemos en la Iglesia ni en su supuesta autoridad moral. La única luz que reconocemos de esa institución es la que emite cuando arde. Sin embargo, entendemos que, para una gran parte de la sociedad, lo que dice o deja de decir la Iglesia sigue teniendo un peso considerable, y es precisamente por eso que es vital abordar esta cuestión.
UNA INSTITUCIÓN OBSTINADA EN SU INDIFERENCIA
La tauromaquia, una práctica que glorifica la tortura y la muerte de animales como espectáculo, sigue siendo defendida por algunos sectores como parte de una tradición cultural. La realidad es que, en pleno siglo XXI, esta defensa es un pretexto insostenible para justificar la crueldad. Lo que es aún más preocupante es que la Iglesia Católica, que se presenta como un baluarte de la moralidad, se mantenga en un silencio cómplice ante esta barbarie. Para nosotros, la falta de acción de la Iglesia no sorprende; su historia está llena de contradicciones y omisiones que demuestran su desconexión con los valores éticos más básicos. Sin embargo, para quienes aún ven en la Iglesia una guía moral, su inacción es un problema serio que legitima indirectamente el maltrato animal.
El Papa Francisco, conocido por sus discursos en favor del medio ambiente y la justicia social, ha evitado abordar de manera directa la tauromaquia. Este silencio no es accidental, sino una elección consciente de no enfrentarse a una práctica que, aunque cruel, sigue teniendo seguidores. El hecho de que la Iglesia, con su inmenso poder e influencia, elija no condenar abiertamente esta forma de violencia es una muestra más de su moralidad selectiva. Nosotros no necesitamos que la Iglesia nos diga qué es lo correcto, pero es innegable que su postura –o la falta de ella– afecta a millones de personas que buscan en sus palabras una orientación moral.
LA MORALIDAD SELECTIVA DE LA IGLESIA: UNA TRAICIÓN A SUS PROPIOS PRINCIPIOS
El papel de la Iglesia en la tauromaquia no es solo el de un observador pasivo; su bendición a toreros y su silencio ante el sufrimiento de los animales son actos de complicidad. Para una institución que predica el amor, la compasión y la misericordia, bendecir a quienes se dedican a torturar y matar es una traición flagrante a sus propios principios. No nos sorprende, pero sí es un claro recordatorio de la hipocresía que caracteriza a esta institución. No se trata solo de lo que nosotros creemos, sino de cómo esta incongruencia afecta a una gran parte de la sociedad que sigue buscando coherencia en las palabras y acciones de la Iglesia.
El Papa Pío V, en el siglo XVI, tuvo el valor de condenar y prohibir las corridas de toros, reconociendo que eran prácticas inhumanas. La Iglesia de hoy, al mantenerse en silencio, demuestra que ha perdido el coraje para defender lo que es moralmente correcto. La moralidad selectiva que exhibe al ignorar la tauromaquia es un reflejo de su desconexión con los valores de justicia y compasión que proclama. Para nosotros, esto no es sorprendente, pero es profundamente decepcionante para quienes aún buscan en la Iglesia un faro de moralidad.
LA URGENCIA DE CONFRONTAR LA INJUSTICIA
Las y los activistas que interrumpieron la audiencia papal no solo estaban protestando contra la tauromaquia, sino también contra la indiferencia de una institución que se niega a reconocer su complicidad en la perpetuación de la violencia. Para quienes creemos en la justicia y el respeto hacia todas las formas de vida, la postura de la Iglesia es irrelevante, pero no podemos ignorar el hecho de que su silencio afecta las percepciones y las acciones de millones de personas. Es por esto que es vital que la Iglesia, si quiere mantener alguna relevancia moral en el mundo actual, condene sin ambigüedades la tauromaquia y todas las formas de crueldad.
No nos importa lo que la Iglesia haga o deje de hacer, pero es innegable que sus acciones o inacciones tienen un impacto real en la sociedad. Es por eso que exigimos que, si la Iglesia quiere seguir pretendiendo ser una guía moral, actúe con coherencia y condene la tauromaquia como lo que es: un pecado y una vergüenza. Su silencio no solo es una forma de complicidad, sino una traición a los valores que dice defender.
Nosotros no necesitamos que la Iglesia nos ilumine, pero reconocemos que su influencia sigue siendo significativa para muchas personas. Es hora de que la Iglesia deje de ser un refugio de tradiciones crueles y se posicione de manera clara y contundente en defensa de la vida y la justicia para todos los seres vivos. Si no lo hace, solo demostrará una vez más que sus principios son tan flexibles como lo requiere su conveniencia. La tauromaquia es un pecado, y el silencio de la Iglesia es un pecado aún mayor. La verdadera moralidad no se define por la tradición o la conveniencia, sino por la valentía de enfrentarse a la injusticia, incluso cuando es incómodo o impopular.
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