El emérito reaparece en la televisión francesa para blanquear medio siglo de privilegios y cerrar, en sus términos, la historia que nunca tuvo que rendir ante nadie.
EL RELATO DEL EMÉRITO COMO OPERACIÓN DE LAVADO
“Todos los hombres cometen errores”. Con esa frase, Juan Carlos I intenta reducir cinco décadas de opacidad, cacerías ostentosas, cuentas en Suiza, comisiones petroleras y amistades peligrosas a un mal cálculo humano. Lo hace en France 3, en una entrevista sincronizada con la publicación de sus memorias, tituladas con premeditación quirúrgica: Reconciliación. Un concepto que, en su boca, suena más a ultimátum que a propósito.
El periodista Stéphane Bern le pregunta por lo evidente. Y él responde con lo de siempre. Que no se arrepiente. Que no tiene remordimientos. Que tendría “más cuidado” si volviera a vivir. La pregunta que las y los españoles llevan décadas esperando —¿por qué ocultó fortunas en el extranjero mientras recibía una asignación pública millonaria?— no aparece. El emérito habla de errores, nunca de delitos. De descuidos, nunca de responsabilidades.
La escena discurre en Abu Dabi. Ese limbo de lujo donde se refugia desde 2020, cuando decidió huir del escrutinio ciudadano mientras en España se archivaban causas, se cerraban investigaciones y se levantaban alfombras. Allí, desde un palacio climatizado en otoño perpetuo, el emérito reconstruye su historia sin jueces, sin fiscalía, sin oposición y sin pueblo.
La entrevista insiste en el mito fundacional: la abdicación como acto de responsabilidad. Juan Carlos I repite que lo dejó todo porque “no había visto en España a un rey con muleta” y que pensó en la estabilidad del país. Ni una mención a las grabaciones de Corinna. Ni al caso Nóos. Ni al descrédito internacional que obligó al sistema a mover ficha. En su relato, no fue un escándalo lo que lo derribó, sino una cadera.
EL PADRE DE LA CONSTITUCIÓN Y LOS SILENCIOS DE LA TRANSICIÓN
Cuando el periodista le pregunta por Franco, Juan Carlos I se declara “orgulloso de ser el padre de la Constitución”. Subraya que se sintió “como una pelota de ping-pong” entre el dictador y su propio padre. Es un recurso narrativo útil: presentarse como víctima de una estructura que él mismo terminó administrando. El rey que juró los Principios del Movimiento se presenta ahora como rehén de la máquina franquista que sostuvo durante décadas.
Cuenta que Pinochet le aconsejó “hacer lo mismo que Franco”. Y cuenta que él dijo que sí, pero luego hizo lo que querían los españoles. Lo cuenta sonriendo. Como si la frase “yo le dije que sí, y luego hice lo que me dio la gana” no fuera la síntesis perfecta de una monarquía blindada por pactos de silencio.
El emérito vuelve a la Transición como quien vuelve a un altar. Habla de Torcuato Fernández Miranda y de la famosa frase “de la ley a la ley y por la ley”. Una línea útil para reforzar el mito: que fue la monarquía la que trajo la democracia, y no la presión social, la movilización obrera, los partidos clandestinos, las asociaciones vecinales y las y los juristas que arriesgaron su vida. En su versión, el rey no tuvo plan, pero todo salió bien porque él estuvo allí. Como si el país no hubiera peleado cada derecho arrancado desde 1975.
Del 23F, Juan Carlos I vuelve a colocar su corona sobre el relato. Habla de su autoridad moral. Omite que el papel de la Casa Real sigue rodeado de sombras, informes clasificados y versiones contradictorias que la historiografía crítica no deja de revisar. Omite que el sistema le construyó un héroe porque necesitaba uno.
UNA NOSTALGIA CON PERFUME DE IMPUNIDAD
Cuando la conversación gira hacia el presente, aparece la parte más sincera de Juan Carlos I: la nostalgia. Habla de los toros, del flamenco, de la comida y del paisaje. Habla de navegar cada mes en España para “pasarlo bien”. El exilio voluntario parece menos drama si se vuelve para hacer regatas.
Dice que espera que su hijo le vaya bien. Que la relación es buena “aunque el carácter de las personas influye”. Retoma el reproche que desliza en su libro: cuando Felipe VI le retiró la asignación pública, él lo interpretó como un “repudio”. Ninguna reflexión sobre cómo recibe la ciudadanía que uno de los hombres más ricos de Europa —sin haber trabajado nunca fuera del Estado— hable de abandono.
Y entra la frase final, la más calculada de toda la entrevista:
“Espero que me perdonen y que entiendan lo que he hecho”.
Lo que ha hecho.
Como si fuera un único acto.
Como si no fueran años.
Como si no fueran estructuras enteras dedicadas a protegerlo.
Como si la justicia, la prensa y la política no hubieran trabajado para él.
El emérito pide perdón sin identificar a quién ha dañado. Habla de la nación, pero no de las y los contribuyentes. Habla de España, pero no del funcionamiento de la justicia. Habla de la familia, pero no de la cobertura institucional de sus negocios. Habla de reconciliación, pero nunca de reparación.
Y así llega la entrevista: como un testamento político disfrazado de memoria personal.
Un intento de cerrar la historia sin abrir las ventanas.
Una última maniobra para convertir décadas de privilegio en un malentendido.
La monarquía siempre vuelve al mismo lugar: pedir perdón sin entregar nunca la verdad.
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