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El uso de las recompensas en el ámbito escolar es frecuente. Pero, ¿son realmente efectivas? ¿Repercuten en el día a día de los estudiantes? Veamos los pros y los contras.
Esta situación puede resultarnos familiar: un niño de primaria llega a casa con un 9,6 y pregunta a sus padres qué va a recibir a cambio. Lo más probable es que los padres, aunque puedan preguntarse de dónde surge la idea si no lo han planteado ellos previamente, accedan a darle un premio o recompensa.
Muchas veces, la idea la extrapolan los propios niños de la dinámica trabajo-recompensa de la escuela. Las recompensas son elementos que se utilizan como reconocimiento al trabajo bien desempeñado: pueden ser puntos extra en la nota final, o, cuando son más pequeños, estrellas doradas, positivos, e incluso golosinas.
Con metodologías como la gamificación, donde cada paso adelante supone un premio, muchas veces el mero hecho de participar o finalizar una tarea se convierte en algo extra, aunque llevar a cabo tareas en el aula es parte de las obligaciones escolares.
Motivación y dependencia
Pero esta dinámica puede afectar a la motivación intrínseca de los estudiantes, e incluso afectar a su rendimiento. Si las recompensas se convierten en algo habitual en el proceso de aprendizaje, los escolares dependerán de ellas para seguir trabajando.
En el momento en el que el foco del proceso de aprendizaje se pone en la recompensa, y no en el contenido o la habilidad adquirida o el proceso por el que se adquieren, entramos en una dinámica de sobrejustificación. De repente, el aprendizaje sólo es valioso si se recompensa con algo tangible. Esto puede actuar en sentido contrario a la motivación innata que tenemos los humanos por aprender.
Comparaciones y competitividad
Hay otro tipo de recompensas que pueden ser aun más perniciosas. Las recompensas por sobresalir, el premio por ser el mejor. Con un planteamiento inadecuado, podemos estar incitando a la competencia poco saludable entre compañeros. La competitividad puede conducir a la falta de colaboración y la disminución de la capacidad de trabajo en equipo.
Al competir por una recompensa, el foco se pone en ganar. Les estamos enseñando a trabajar centrándose únicamente en el logro personal sin importar a quién perjudiquen. Entonces, aprender y desarrollar habilidades quedan en un segundo plano.
Esto es especialmente importante en etapas tempranas del desarrollo cognitivo y social. Al inculcar la competición desde la etapa preescolar influimos en las futuras relaciones afectivas y sociales.
Autoestima y aburrimiento
No conseguir una recompensa afecta también a la autoestima de los estudiantes. Los menos aventajados se rinden y se resignan. En el peor de los casos, viéndose incapaces de alcanzar al resto del grupo.
Por otro lado, no ha de olvidarse que el interés por la recompensa es difícil de mantener a largo plazo. El efecto de la novedad es pasajero y, al desaparecer el interés, los efectos positivos dejarán de sentirse.
Metidos en este círculo vicioso, la retirada repentina de recompensas puede conducir a un efecto rebote. Los estudiantes están ahora desencantados porque les hemos enseñado a moverse por lo material y no por lo cognitivo. El docente se da cuenta que era necesario invertir más tiempo en fomentar el interés por la materia que en pensar premios nuevos.
Cómo revertirlo
Lo negativo puede convertirse en positivo si sabemos actuar según las necesidades del grupo. Así, una buena recompensa es aquella que saca a relucir lo bueno del proceso de aprendizaje y destaca el conocimiento adquirido: recoger los frutos de la tomatera que han plantado para ver el ciclo de las plantas, usar sus conocimientos de inglés para hablar con un extranjero o, simplemente, sumar los puntos de las cartas Pokémon.
Las recompensas también pueden fomentar la competencia sana entre los estudiantes. Promover el juego limpio y el espíritu de superación sin menoscabar el esfuerzo de sus compañeros para ganar en habilidades sociales. Para ello, tienen que estar orientadas hacia el logro y no hacia la recompensa en sí, y pueden ayudar a establecer metas a corto y largo plazo. Nos permite medir el progreso y la sensación de logro al alcanzarlos ayuda a la autoestima.
Un incentivo positivo
Pensemos también en aquellos estudiantes que pueden tener dificultades para mantener su atención y concentración durante períodos prolongados de tiempo. Una recompensa puede ayudarles a ordenar su proceso de aprendizaje. Por ejemplo, un estudiante con trastorno del espectro autista puede valerse de su colección de estrellas doradas para visualizar si su progresión es adecuada a corto, medio o largo plazo.
Por otra parte, la buena gestión de las recompensas puede fomentar la autodisciplina y la perseverancia. Los estudiantes pueden saber que están en el camino correcto y sentirse más motivados para seguir aprendiendo y avanzando. Este refuerzo ayuda a crear un ambiente de aprendizaje positivo y a fomentar una cultura de excelencia académica en el aula.
Recompensas a medida
Lo más importante a la hora de plantear recompensas, tanto en casa como en el aula, es considerar las capacidades del individuo y valorar el esfuerzo realizado. La admiración hacia el niño que consigue, por fin, realizar una división de dos cifras debe ser igual o mayor que la que profesamos ante aquel que siempre ha sacado dieces.
Lo ideal es convertir las recompensas en una fuente de motivación: enseñar a nuestro alumno o nuestro hijo que el premio más grande es todo lo que pueden hacer gracias a lo que han aprendido; considerar cuidadosamente las repercusiones que puedan acarrear esos premios que prometemos a veces sin pensar; y buscar formas efectivas de motivar sin sacrificar su interés innato por el aprendizaje.
Las recompensas no son perjudiciales, sólo hay que saber orientarlas.
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