El exterminio del pueblo palestino continúa con la complicidad de Occidente
Un año ha pasado desde el inicio de la última ofensiva del Estado de Israel contra Gaza, un episodio que se suma a décadas de ocupación y violencia sistemática. En este periodo, lo que comenzó como una operación militar ha derivado en lo que muchos ya no dudan en llamar genocidio. El Estado israelí ha demostrado no solo su desprecio por la vida del pueblo palestino, sino su voluntad explícita de borrar del mapa a toda una población. La cifra de muertes se dispara cada día, con más de 50.000 personas asesinadas, la mayoría mujeres, niñas y niños. A estas alturas, no es posible calcular cuántos más seguirán engrosando esta lista macabra.
Alrededor del 90% de la población de Gaza está desplazada, viviendo entre escombros. Gaza, una franja de tierra convertida en una gigantesca prisión a cielo abierto, ha sido devastada hasta tal punto que es difícil creer que alguna vez fue un hogar. Más de 40 millones de toneladas de escombros, el equivalente a cuatro bombas nucleares, sepultan lo que una vez fue un territorio habitado. Y mientras la destrucción avanza, el bloqueo implacable de Israel hace imposible la llegada de ayuda humanitaria. Sin acceso a alimentos, agua, medicamentos o electricidad, la vida en Gaza se ha convertido en una lucha diaria por la mera supervivencia.
EL SILENCIO CÓMPLICE DE OCCIDENTE
No se puede hablar de esta masacre sin señalar la hipocresía de Occidente. Mientras el mundo mira hacia otro lado, Israel continúa recibiendo apoyo económico y militar de potencias como Estados Unidos y la Unión Europea. Los mismos países que se presentan como defensores de los derechos humanos permiten, financian y arman a un Estado que ha cometido crímenes de guerra sin tapujos. Las y los periodistas que intentan sacar a la luz estos horrores han sido silenciados. Más de 170 profesionales de la comunicación han sido asesinados deliberadamente por el ejército israelí.
El cinismo de la comunidad internacional se hace evidente cuando las cifras de muertos en Gaza se cruzan con las de los contratos armamentísticos que Israel firma con los países que, en teoría, deberían estar protegiendo los derechos humanos. El comercio de armas no solo perpetúa este genocidio, sino que las tecnologías de control y represión desarrolladas por Israel se exportan a otros países para sofocar movimientos sociales, ampliando el espectro de la violencia estatal.
Las y los trabajadores de la salud tampoco han sido ajenos a este infierno. Israel ha atacado más de 500 trabajadores sanitarios y bombardeado 36 hospitales. En lugar de curar heridas, las y los médicos en Gaza están muriendo en sus propios puestos de trabajo. La estrategia es clara: no se trata solo de eliminar a un enemigo militar, se trata de quebrar el alma de un pueblo, de acabar con cualquier posibilidad de resistencia o dignidad.
UNA RESISTENCIA QUE NO SE RINDE
A pesar de esta maquinaria genocida, el pueblo palestino sigue resistiendo. No por elección, sino por necesidad. Ante la imposición de condiciones inhumanas, los y las palestinas defienden su derecho a existir, su derecho a un futuro. Porque de eso se trata. Esta no es una guerra convencional. No estamos hablando de dos ejércitos enfrentándose en el campo de batalla. Aquí hay un opresor y un oprimido. Un ocupante y un ocupado. Un Estado que, con la complicidad internacional, lleva a cabo una limpieza étnica a plena luz del día, mientras el resto del mundo permanece impasible.
La lucha palestina no es solo una lucha por la tierra o los derechos políticos. Es una lucha por la dignidad humana en su sentido más profundo. Por el derecho a vivir sin miedo a que una bomba arrase tu hogar. Por el derecho a beber agua limpia. Por el derecho a que tus hijos e hijas puedan ir a la escuela sin que un misil borre del mapa su futuro.
LA RADICALIZACIÓN DE LA VIOLENCIA
El año que ha transcurrido desde el inicio de esta última ofensiva no ha traído consigo ninguna esperanza de paz. Por el contrario, la escalada de violencia se ha intensificado, y no solo en Gaza. Israel ha extendido su campaña militar al Líbano, bombardeando escuelas y orfanatos, como si las vidas de las y los niños fueran un simple daño colateral. El uso de bombas camufladas en latas de comida para mutilar a la infancia palestina y libanesa es solo una de las muchas pruebas del nivel de brutalidad que ha alcanzado este conflicto.
Pero lo más aterrador de todo es que este genocidio cuenta con el respaldo de muchas de las democracias más poderosas del mundo. Las y los líderes que predican sobre los valores de libertad y derechos humanos se arrodillan ante el poder militar y económico de Israel. La pasividad de la comunidad internacional no solo es vergonzosa, es cómplice. Y mientras tanto, los pueblos del mundo se alzan en protesta, enfrentándose a sus propios gobiernos, que no dudan en reprimir a sus ciudadanos y ciudadanas en nombre de la “seguridad” y la “estabilidad”.
La pregunta ya no es si el pueblo palestino podrá resistir, sino si el resto del mundo podrá seguir ignorando este genocidio indefinidamente. Porque lo que está en juego no es solo la vida de un pueblo, sino el futuro de todos y todas.
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