Las personas refugiadas no son estadísticas ni problemas logísticos; son víctimas de un sistema que prioriza el control sobre la compasión.
La Unión Europea vuelve a jugar con las vidas de millones de personas refugiadas, esta vez prometiendo 1.000 millones de euros a Turquía con la excusa de gestionar las fronteras y facilitar el retorno de refugiados sirios. Este acuerdo no es nuevo; en 2016, Bruselas ya selló un pacto similar con Ankara, que convirtió a Turquía en el contenedor humano de tres millones de personas sirias desplazadas. Ahora, con la caída del régimen de Bashar al Asad, Europa se permite el lujo de imaginar una Siria «segura» para quienes huyeron del horror.
El retorno «voluntario» es un eufemismo cruel. Los 7.621 sirios que cruzaron la frontera hacia su país en los primeros días tras el fin del régimen no volverán a Turquía. Para ello, deben firmar un documento en el que renuncian a su estatus de refugiados. La palabra «seguridad» pierde sentido cuando se obliga a personas a retornar a un país aún inestable, devastado por trece años de guerra y dominado por facciones que incluyen a grupos como Hayat Tahrir Al Sham, una antigua filial de Al Qaeda.
Von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, habla de «transición pacífica» y «respeto a las minorías». Sin embargo, el retorno de refugiados no se enmarca en un proceso transparente ni con garantías para sus derechos fundamentales. Más bien parece una maniobra desesperada de Bruselas por apaciguar la creciente presión migratoria en Europa, en lugar de afrontar la crisis con humanidad.
Mientras tanto, las cifras son demoledoras. Alemania, el único país europeo entre los cinco que más refugiados sirios acogen, alberga a 700.000 personas. En contraste, Austria, séptimo en esta lista, cuenta con solo 95.000. El resto de Europa parece mirar hacia otro lado. Algunos países, como Austria, incluso contemplan la expulsión masiva de refugiados sirios. La solidaridad europea, una vez más, queda reducida a discursos vacíos.
SIRIA COMO ESCENARIO DE INTERESES
El interés de la UE en Siria no es altruista ni humanitario. Von der Leyen anuncia la reapertura de la misión diplomática en Damasco, pero esta decisión está ligada más al control político y económico de la región que al bienestar de sus habitantes. Bruselas busca un «diálogo cauto» con grupos armados como Hayat Tahrir Al Sham para allanar el camino hacia el levantamiento de sanciones. Este movimiento evidencia que, para Europa, las alianzas con actores cuestionables son aceptables si sirven a sus intereses estratégicos.
Por su parte, Turquía no pierde oportunidad para imponer su agenda. Erdogan, quien instrumentaliza a los refugiados como moneda de cambio, subraya su preocupación por las milicias kurdas en Siria, a las que tacha de terroristas. El pacto con la UE fortalece a Turquía mientras perpetúa la represión contra las comunidades kurdas. La «integridad territorial» que ambos líderes defienden no es más que una frase vacía cuando en el terreno se desatan conflictos que afectan a civiles inocentes.
Además de los 1.000 millones prometidos a Turquía, la UE se prepara para desembolsar nuevos paquetes de ayuda a Jordania, otro socio en la estrategia de externalización fronteriza. Bruselas paga para que otros gestionen lo que no quiere asumir: la responsabilidad de proteger a las personas migrantes. Este sistema de subcontratación no solo deshumaniza, sino que también perpetúa un modelo de gestión migratoria basado en el abandono y la coerción.
EL PRECIO DE LA INDIFERENCIA
Detrás de los números y los acuerdos diplomáticos hay vidas truncadas. Europa, en su obsesión por blindar fronteras, ignora el sufrimiento de millones de personas que huyen del hambre, la guerra y la persecución. En lugar de ofrecer asilo y protección, financia retornos forzados y acuerdos con regímenes autoritarios. Las personas refugiadas no son estadísticas ni problemas logísticos; son víctimas de un sistema que prioriza el control sobre la compasión.
Bruselas vende esta estrategia como un acto de responsabilidad internacional. Pero la realidad es más cruda: la UE paga para cerrar puertas mientras delega el coste humano en otros. La indiferencia no solo desampara a quienes buscan refugio, sino que también condena a Europa a traicionar los valores que dice defender.
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