Una maquinaria política y mediática sin huellas, pero con objetivos claros
EL SUPREMO Y LA SOMBRA DE UNA FILTRACIÓN QUE NADIE QUIERE ASUMIR
En un Estado que presume de seguridad jurídica, es revelador que el primer juicio en la historia a un fiscal general en ejercicio avance sin que ninguna institución, ninguna y ninguno de las testigos y ninguna prueba técnica hayan logrado responder a la única pregunta que importa: quién filtró el correo con la confesión de fraude fiscal de Alberto González Amador, pareja de Isabel Díaz Ayuso. Siete magistradas y magistrados del Tribunal Supremo cargan con el peso de una duda que no despeja nada. Y lo más hiriente es que nadie lo ha hecho: ni llamadas, ni mensajes, ni correos, ni órdenes que vinculen a Álvaro García Ortiz con la conocida publicación de la Cadena SER en la noche del 13 de marzo de 2024.
Durante las seis sesiones de este juicio que se cierra visto para sentencia, la acusación ha construido una narrativa basada en “pruebas indiciarias”. Lo llaman así para conferirle aroma de solidez jurídica, pero la falta de sustancia es evidente. El propio abogado del Estado lo resumió sin adornos: “No hay ninguna prueba”, por más que las acusaciones insistan en buscar un complot entre Gobierno, Fiscalía y medios de comunicación.
Uno de los pilares de esa teoría conspirativa es la coincidencia temporal entre el momento en que el fiscal general recibió el famoso correo —las 21.59 del 13 de marzo— y su publicación en la SER a las 23.51. Pero tres periodistas han declarado bajo juramento que tuvieron acceso al mensaje antes de que llegara a manos de García Ortiz. Entre ellos, José Precedo, Alfonso Pérez Medina y Miguel Ángel Campos. Tres nombres de prestigio profesional que las acusaciones intentan desacreditar insinuando “intereses económicos”, como si la prensa que no se arrodilla ante Miguel Ángel Rodríguez fuese un brazo más de la Fiscalía.
La defensa del fiscal general ha sido clara: si el correo ya estaba circulando entre periodistas y colaboradores de Ayuso, había perdido cualquier carácter reservado. Difundirlo no podía ser delito, porque ya no era secreto. Un argumento que parece tan simple que indigna que haya que repetirlo.
Y, sin embargo, aquí estamos. Con declaraciones sin pruebas, suposiciones sin respaldo y una acusación obsesionada con ver en cada movimiento institucional una maniobra oscura contra la pareja de la presidenta de Madrid.
EL CASO QUE DESNUDA EL PODER, LOS BULOS Y EL MORDISCO DE LA JUSTICIA
Nada explica mejor el proceso que la prisa con la que la Fiscalía actuó aquella noche para desmentir la información tergiversada que El Mundo publicó sobre el acuerdo de conformidad de González Amador. Una prisa que para la acusación es “sospechosa”, pero que para cualquier persona con sentido institucional es necesaria. La UCO, Manos Limpias y los abogados del comisionista han convertido un ejercicio básico de rendición de cuentas en una conspiración de despacho. Han llegado a sugerir que la agitación interna de la Fiscalía demuestra una voluntad de “ganar el relato”. Como si el problema fuese combatir el bulo, y no el bulo mismo.
La teoría especulativa alcanza momentos grotescos: abogados insinuando llamadas por WhatsApp “que no dejan rastro”, fiscales acusados de “connivencia”, y la fiscal superior de Madrid señalando al fiscal general sin aportar nada que sustente su dicho. Una tormenta de sospechas sin una sola evidencia.
En el centro de todo, un elemento que las acusaciones agitan como prueba clave: el famoso borrado del móvil de García Ortiz en octubre de 2024. Un cambio de dispositivo que su defensa ha explicado con claridad —una práctica anual para proteger la confidencialidad de información sensible— pero que la UCO y los acusadores presentan como un acto de destrucción de pruebas. El teniente coronel Antonio Balas llegó a decir que se hizo “para que no tuviéramos certeza técnica”. Una frase diseñada para circular en titulares, no para sostenerse en un tribunal.
Lo que no se menciona tanto es que el fiscal general entregó sus correos cuando fueron requeridos y que solo procedió a borrarlos meses después, tras una filtración de la Guardia Civil que derivó en amenazas.
Pero quizá lo más grave es constatar que todo esto avanza sin que sepamos quién filtró realmente el correo. Sin autor conocido y sin pruebas que sostengan la acusación, el juicio se ha convertido en una batalla política en la que el objetivo no es encontrar la verdad, sino debilitar a un fiscal general incómodo para el poder madrileño.
El Supremo decidirá antes de que termine 2025. Lo hará con la magistrada Susana Polo como ponente y con una pregunta sobre la mesa: si las “pruebas indiciarias” bastan para condenar. Pero detrás de esa pregunta hay otra que atraviesa este proceso como un cuchillo.
¿Qué justicia puede hacerse cuando las pruebas no están y el ruido lo ocupa todo?
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