El Congreso peruano se une para destituir a Boluarte en un proceso exprés, mientras el país arde bajo el peso del autoritarismo, la corrupción y la violencia.
UNA PRESIDENCIA SOSTENIDA POR EL MIEDO
La historia política reciente de Perú es un espejo roto donde se refleja el agotamiento de una democracia corroída. Dina Boluarte, quien asumió el poder tras el intento de autogolpe de Pedro Castillo en diciembre de 2022, se enfrenta ahora a su propio derrumbe. El Congreso peruano ha reunido los votos suficientes para iniciar un proceso de destitución por “incapacidad moral”, con el respaldo de las derechas y del fujimorismo que la mantuvieron viva durante casi tres años.
No fue la muerte de más de cincuenta manifestantes durante su mandato. Tampoco las intervenciones estéticas realizadas en secreto mientras el país se desangraba. Ni siquiera los relojes y joyas de lujo que supuestamente recibió a cambio de favores políticos. Boluarte no cae por sus crímenes políticos ni por su corrupción, sino por haber dejado de ser útil para las élites que la encumbraron.
El detonante ha sido el aumento imparable de la violencia que asfixia al país. Perú vive una ola de criminalidad sin precedentes: asesinatos, extorsiones y atentados se han convertido en rutina. El último episodio, un ataque armado contra la banda de cumbia Agua Marina, ha sido la chispa que encendió el proceso. Cuatro de sus integrantes fueron baleados durante un concierto, un hecho que expuso con crudeza la descomposición del orden público y la incapacidad del Gobierno para proteger a su ciudadanía.
La moción de vacancia ha sido impulsada por Renovación Popular, el partido ultraconservador liderado por Rafael López Aliaga, el alcalde de Lima conocido como Porky. A ella se sumaron Fuerza Popular, de Keiko Fujimori, Alianza para el Progreso, Juntos por el Perú, Voces del Pueblo y Bloque Magisterial. Cuatro mociones, cuatro dagas políticas que cierran un ciclo de hipocresía institucional.
ENTRE LA REPRESIÓN Y EL ABANDONO
Dina Boluarte llegó al poder prometiendo elecciones anticipadas. Mintió. Gobernó sin legitimidad popular, sostenida por un Congreso que representa más al poder económico que al pueblo peruano. Su supervivencia se basó en una ecuación simple: represión a cambio de estabilidad.
La represión fue salvaje. Más de cincuenta personas murieron en las protestas que siguieron a la caída de Castillo, la mayoría jóvenes, campesinas y campesinos, y personas indígenas del sur andino. Ningún mando policial ha sido condenado. Ninguna reparación ha sido efectiva. Boluarte prefirió blindarse políticamente antes que reconocer el carácter criminal de su gestión.
En los barrios de Lima, la extorsión y el sicariato se han convertido en moneda corriente. En regiones como Puno o Ayacucho, el Estado es apenas un rumor. El país se ha militarizado, pero no para proteger a su población sino para defender los privilegios de los de siempre.
A mediados de 2024, la llamada Generación Z salió a las calles para exigir un cambio real. No pedían milagros, pedían democracia. La respuesta del Gobierno fue gas lacrimógeno, detenciones arbitrarias y silencios oficiales. Cada marcha reprimida fue un ladrillo más en el muro de aislamiento de Boluarte.
Hoy, mientras el Congreso la empuja al vacío, no hay un solo bloque político que la defienda con convicción. Quienes la sostuvieron ahora la abandonan, conscientes de que su desgaste puede arrastrarles también. El pacto de impunidad que la mantuvo viva hasta 2026 se ha resquebrajado.
Perú vuelve así al mismo abismo de siempre: una sucesión de presidentes fugaces, Congresos corruptos y pueblos indignados. Pero algo ha cambiado. La gente ya no teme señalar al poder. Ya no se traga la narrativa del “orden”.
Porque el verdadero desorden lo siembran quienes usan la democracia para destruirla.
Y Dina Boluarte pasará a la historia como la presidenta que convirtió el miedo en método de gobierno y terminó devorada por sus propios aliados.
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