El Estado multa con hasta 4.000 euros a activistas propalestinos mientras el racismo en los estadios apenas recibe la misma respuesta.
LA REPRESIÓN DISFRAZADA DE LEGALIDAD
La Comisión Antiviolencia ha decidido que cortar una carretera para denunciar un genocidio vale lo mismo que humillar a un futbolista negro en un estadio. Diecisiete personas que participaron en protestas pro-Palestina durante la Vuelta ciclista a España se enfrentan a sanciones de entre 3.000 y 4.000 euros y a seis meses de veto en eventos deportivos. Las acciones tuvieron lugar en Cantabria, Asturias y Galiza. Fue la Policía Nacional y la Guardia Civil quienes tramitaron los expedientes, demostrando que para el poder la solidaridad internacional es un problema de orden público, no un acto político legítimo.
Mientras tanto, un aficionado del Real Oviedo que imitó a un mono para insultar a Vinicius y Mbappé en agosto recibirá la misma sanción económica, pero con un año de veto en los estadios. El racismo explícito y el apoyo a las víctimas de un genocidio quedan, en el papel, al mismo nivel de gravedad. Esa es la pedagogía institucional: protestar es tan peligroso como el odio racial.
EL DOBLE RASERO DEL SISTEMA
El contraste es obsceno. Porque las multas contra colectivos que protestan por Palestina buscan un efecto ejemplarizante: que nadie más se atreva a interrumpir un escaparate como la Vuelta a España. El mensaje es claro: no molesten al espectáculo, no manchen la foto oficial, no alteren el negocio.
Al racista se le multa, sí, pero dentro de un ritual en el que el fútbol sigue conviviendo con ultras, bengalas y cánticos de odio. Se castiga al individuo, pero no se cuestiona la estructura que lo ampara. En cambio, la protesta política se reprime con el mismo aparato que combate la violencia en el deporte, como si reclamar justicia internacional fuese un acto hooligan.
El resultado es una ecuación indecente: protestar por las 65.000 personas asesinadas en Gaza en menos de dos años es castigado como una amenaza al orden. El racismo es gestionado como un exceso aislado, mientras la solidaridad organizada se criminaliza como un enemigo del sistema.
Convertir la protesta en delito y el racismo en anécdota es el retrato más fiel de un Estado que teme más a quienes luchan por la vida que a quienes siembran odio.
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