Cuando una congresista de EE.UU. dice abiertamente que “Venezuela será un día de campo para las petroleras”, ya no hablamos de diplomacia, sino de colonialismo del siglo XXI.
ESTADOS UNIDOS YA NI DISIMULA
El 24 de noviembre de 2025, mientras el mundo seguía con inquietud los movimientos militares de la Casa Blanca en el Caribe, la congresista republicana María Salazar apareció en Fox Business para explicar por qué, según ella, “necesitamos entrar en Venezuela”. Lo dijo sin pestañear: “Venezuela, para las compañías petroleras estadounidenses, será un día de campo”. En plena televisión nacional. Con naturalidad. Como si se tratara de anunciar rebajas, no una invasión.
Esa frase dejó al desnudo lo que los Gobiernos de EE.UU. han intentado camuflar durante décadas. Porque cuando admites que el motivo de una intervención militar es que tu industria fósil necesita nuevos territorios de saqueo, ya no hay relato democrático que aguante. Las y los trabajadores estadounidenses llevan años enviando a sus hijas e hijos a morir en guerras que sólo enriquecen a corporaciones de hidrocarburos, y esta vez ni siquiera se han molestado en inventar un pretexto.
“Van a mandar a nuestras tropas a morir por las petroleras y ni siquiera intentan mentir”, denunció el veterano de combate Fred Wellman, ahora candidato demócrata en Misuri. Su indignación es compartida por organizaciones progresistas como Justice Democrats, que recordaron que esto es exactamente lo que pasó en Irak, según múltiples estudios académicos que documentan cómo la invasión de 2003 facilitó la privatización del crudo iraquí (véase, por ejemplo, el análisis de Greg Muttitt en Fuel on the Fire, 2012).
Año tras año, guerra tras guerra, el patrón se repite: Estados Unidos utiliza la retórica de la libertad para esconder un expolio calculado, mientras los mercados celebran los bombardeos y las vidas humanas se reducen a daños colaterales. Y ahora lo hacen a cámara abierta, sin maquillaje político, porque se saben respaldados por un presidente que entiende la geopolítica como una subasta.
Mientras tanto, un 70% de la población estadounidense rechaza que su país intervenga militarmente en Venezuela, según la encuesta de CBS News/YouGov publicada este mismo fin de semana. Ni siquiera entre votantes republicanos hay consenso: un 42% se opone frontalmente. El mensaje social es claro. El problema es que la maquinaria del Pentágono no funciona con encuestas, sino con combustible fósil… y con los intereses de quienes lo venden.
EL CARTEL QUE NADIE HA PODIDO DEMOSTRAR
Para justificar la invasión, Salazar rescató otro viejo fantasma: el llamado Cártel de los Soles. Afirmó que Nicolás Maduro lidera esa organización “narcoterrorista”, justo el mismo día que la administración Trump la declaró formalmente organización terrorista extranjera. Y lo hizo pese a que la evidencia que respalda su existencia es, como mínimo, inconsistente.
El propio ministro del Interior venezolano, Diosdado Cabello, lleva años afirmando que el cartel es una invención, y que se activa cada vez que Washington quiere señalar a un adversario. La BBC, en un reportaje del mismo 25 de noviembre, recordó que incluso Gustavo Petro, presidente de Colombia, sostiene que se trata de una construcción política: “la excusa ficticia de la extrema derecha para derribar a gobiernos que no les obedecen”.
Pero Salazar necesitaba enemigos identificables. Tras décadas de fabricar legitimaciones para intervenciones (desde las “armas de destrucción masiva” hasta la “guerra contra las drogas”), el trumpismo vuelve a tirar del manual clásico: militarizar el Caribe, volar embarcaciones bajo el pretexto del narcotráfico, alimentar el miedo y anunciar que se actúa por el bien del hemisferio.
La realidad es más cruda. Washington ha bombardeado barcos en las costas venezolanas en las últimas semanas sin verificación internacional y sin ofrecer pruebas públicas. Y lo hace mientras un portaviones estadounidense se acerca a la zona, elevando el riesgo de un choque regional que podría incendiar todo el norte de Suramérica.
No es seguridad. No es democracia. Es negocio. Crudo, literal y financieramente crudo.
Detrás del discurso de Salazar no hay preocupación geopolítica ni estrategia de estabilidad. Hay una industria fósil en decadencia que necesita nuevas vetas para seguir respirando. Y hay un Gobierno que entiende la política exterior como una prolongación de su cuenta de resultados.
Los pueblos pagan la factura, las petroleras cobran el dividendo. Nunca fue más evidente. Nunca fue más obsceno.
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