Ayuso ha instrumentalizado cada paso del proceso para reforzar su narrativa de persecución, sin importar los costos institucionales.
La Unidad Central Operativa de la Guardia Civil (UCO) ha desmontado una de las mayores maniobras de desinformación política de 2024. Según su informe, el entorno de Isabel Díaz Ayuso fabricó un bulo para desviar la atención de los delitos fiscales de su pareja, Alberto González Amador, quien defraudó 350.000 euros a Hacienda durante lo peor de la pandemia. Este fraude no es menor: implica facturas falsas en negocios vinculados a la venta de mascarillas, un símbolo del colapso social que vivió el país en 2020.
El centro de la mentira: un correo filtrado. La manipulación se basó en un mensaje del fiscal de delitos económicos de Madrid, Julián Salto, al abogado de González Amador. Este correo, enviado el 12 de marzo de 2024, fue sacado de contexto para acusar a la Fiscalía de ofrecer un pacto al novio de Ayuso. Sin embargo, el informe de la UCO revela que, más de un mes antes, el abogado de González había solicitado un acuerdo de conformidad penal, reconociendo los hechos y comprometiéndose a resarcir el daño.
El informe no deja dudas: la estrategia del entorno de Ayuso buscaba ocultar un fraude económico utilizando los medios como altavoces para enredar la narrativa. Miguel Ángel Rodríguez, jefe de gabinete de Ayuso, es señalado como responsable de la filtración inicial al diario El Mundo, que publicó la noticia falsa el 13 de marzo.
EL ROL DE LA PRESIDENCIA Y LA MANIPULACIÓN DEL PODER MEDIÁTICO
La presidenta madrileña no tardó en explotar el bulo. Desde Bilbao, Ayuso acusó al Estado de perseguir a su pareja por motivos políticos, comparándolo con “Venezuela”. Una narrativa que trivializa graves delitos fiscales, mientras posiciona a Ayuso como víctima de una conspiración inexistente.
Este caso no solo refleja el uso de recursos mediáticos para fines partidistas, sino también una falta de responsabilidad en un contexto político y social cada vez más polarizado. La Cadena SER, que posteriormente publicó detalles sobre la petición del pacto por parte del abogado de González Amador, mostró cómo los hechos desmintieron a la presidenta. Sin embargo, la desinformación ya había cumplido su función: polarizar el debate público y minimizar el impacto del fraude.
El informe de la UCO también pone en el centro de la polémica al fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, acusado de una participación preeminente en los hechos que derivaron en la filtración. Aunque no se han encontrado pruebas concluyentes de su implicación directa, su actuación ha sido utilizada como arma política para reforzar el relato victimista de Ayuso.
DESVÍOS FISCALES Y RESPONSABILIDAD PÚBLICA
El caso de Alberto González Amador pone de relieve un patrón de impunidad que se ha normalizado en las élites políticas y económicas. Defraudar 350.000 euros durante una crisis sanitaria global no es un error, es un ataque directo al sistema público que sostuvo a miles de familias. Mientras enfermeras y enfermeros trabajaban jornadas dobles y la población sufría carencias, el negocio de mascarillas y facturas falsas llenaba los bolsillos de quienes hoy se presentan como víctimas.
No es un hecho aislado. La estrategia de Ayuso para encubrir estos delitos forma parte de un modelo político que sacrifica la ética por la supervivencia mediática. Al trasladar la culpa a las instituciones del Estado y a la Fiscalía, no solo se miente, sino que se socava la confianza en los mecanismos democráticos. Esto es especialmente peligroso en un contexto donde la desinformación está diseñada para desviar la atención de los problemas estructurales.
LA FISCALÍA COMO BLANCO
El rol de la Fiscalía en este caso no debe pasarse por alto. La revelación de secretos y la posterior judicialización del caso han desatado una tormenta política que involucra a asociaciones profesionales, sindicatos ultraconservadores como Manos Limpias, y figuras clave del ámbito judicial. El entorno de Ayuso ha instrumentalizado cada paso del proceso para reforzar su narrativa de persecución, sin importar los costos institucionales.
Sin embargo, lo esencial queda fuera del debate: los 350.000 euros defraudados, los mecanismos que permitieron el fraude y la responsabilidad política de quienes lo encubrieron. Mientras el foco está en el fiscal general y la Fiscalía de Madrid, la ciudadanía sigue esperando respuestas sobre cómo se permitirá que estos delitos queden impunes.
No se trata solo de la actuación de la Fiscalía, sino del daño causado a un sistema ya tensionado por la crisis. El fraude fiscal no es un delito menor; es una traición al contrato social que sustenta el bienestar colectivo.
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