Zaplana disfrutó de una impunidad que solo los más poderosos pueden permitirse. Ni la justicia, ni los medios de comunicación, ni la oposición política lograron poner freno a su poder.
La sentencia que condena a Eduardo Zaplana a diez años de prisión marca el fin de una era de corrupción sistemática en España. Durante décadas, el ex presidente de la Generalitat Valenciana operó en las sombras, montando un imperio basado en la estafa y el soborno, sin que nadie pudiera frenarlo. Zaplana no era solo un político, era el arquitecto de un régimen cleptocrático, donde los beneficios de las empresas y los contratos públicos terminaban en sus cuentas en Andorra. La sentencia ahora reconoce lo que muchos sabían desde hace años: Zaplana no actuaba solo, sino que contaba con un círculo de colaboradores que incluía empresarios, jueces y políticos.
El caso Naseiro, el primer gran escándalo de financiación ilegal del Partido Popular, fue solo el inicio de su carrera delictiva. Desde entonces, Zaplana fue capaz de esquivar la justicia una y otra vez. La corrupción, en su caso, no era un desliz aislado, sino un modus operandi. Desde la compra de tránsfugas hasta el amaño de contratos millonarios, su trayectoria está plagada de operaciones ilegales, siempre con un objetivo claro: enriquecerse.
Los 20,6 millones de euros que recibió en comisiones por privatizaciones y concesiones son solo la punta del iceberg. La sentencia no solo condena a Zaplana por prevaricación, cohecho y blanqueo de capitales, sino que también revela una trama financiera internacional diseñada para ocultar su fortuna. Los pisos en el barrio de Salamanca, los áticos en Altea, los barcos a nombre de amigos, todo formaba parte de un entramado de corrupción y lavado de dinero que operaba a escala global.
UNA RED DE COMPLICIDAD Y SILENCIO
Zaplana no actuó solo. La corrupción de la que se benefició era parte de un sistema mucho más amplio. El Partido Popular fue su plataforma para llegar al poder, y desde ahí, tejió una red de complicidad que incluía a empresarios como Vicente Cotino, quien también ha sido condenado por su papel en el amaño de concesiones. La corrupción de Zaplana era tan profunda que incluso algunos de sus colaboradores más cercanos acabaron rompiendo la ley del silencio para salvarse.
El papel de la justicia, representada en este caso por la jueza Isabel Rodríguez y el fiscal Pablo Ponce, fue fundamental para desmantelar la trama. Sin embargo, no podemos ignorar que durante años, Zaplana disfrutó de una impunidad que solo los más poderosos pueden permitirse. Ni la justicia, ni los medios de comunicación, ni la oposición política lograron poner freno a su poder. Fue necesario que sus propios colaboradores se quebraran para que la verdad saliera a la luz.
La caída de Zaplana no es solo una cuestión de justicia penal, es también una muestra de cómo el poder corrompe, y de cómo en España los delitos de cuello blanco siguen siendo tratados con guante de seda. A pesar de la gravedad de sus crímenes, Zaplana y su entorno actuaron con total normalidad hasta que, finalmente, los hechos fueron tan evidentes que no pudieron seguir ocultándose. La sentencia no puede borrar los años de corrupción, pero al menos pone fin a una de las carreras más turbias de la política española.
LA CORRUPCIÓN COMO NORMA, NO COMO EXCEPCIÓN
La condena de Zaplana no es un caso aislado. La corrupción en España ha sido endémica, un cáncer que ha carcomido las instituciones y desviado recursos que deberían haber sido destinados al bienestar social. Mientras Zaplana amasaba millones en cuentas en Andorra, en España se recortaban los servicios públicos, los hospitales colapsaban y los trabajadores y trabajadoras sufrían condiciones laborales precarias. La corrupción no es un delito sin víctimas, es un crimen que afecta directamente a toda la ciudadanía, que ve cómo se desvían recursos que podrían mejorar sus vidas.
En este contexto, resulta insultante que los políticos corruptos sigan encontrando formas de evitar la justicia o de reducir sus penas a través de pactos y acuerdos con la fiscalía. Mientras que las y los jueces son implacables con pequeños delitos, aquellos que roban millones del erario público muchas veces logran salir impunes o con penas ridículas. La justicia, en casos como el de Zaplana, no es igual para todas y todos.
Además, la corrupción política no es solo un problema de un partido o de una persona, es un síntoma de un sistema capitalista que fomenta la avaricia y la desigualdad. El entramado de poder que permitía a Zaplana enriquecerse a costa del dinero público sigue intacto, aunque él haya caído. Mientras el sistema económico siga beneficiando a los más poderosos y castigando a las clases trabajadoras, la corrupción continuará siendo una constante en nuestra sociedad.
No se trata solo de castigar a los corruptos, sino de cambiar el sistema que permite que existan. De lo contrario, solo estaremos esperando al próximo Zaplana, al siguiente político que encuentre en el poder una vía para enriquecerse a costa de las y los demás. Es necesario un cambio estructural, una transformación profunda del sistema político y económico que ponga fin a esta cultura de la corrupción.
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