Cincuenta años después, el franquismo sigue donde siempre: en las instituciones, en las calles y en las grietas de una democracia que nunca quiso mirar de frente.
UNA DICTADURA QUE SIGUE VIVA BAJO LA SUPERFICIE
Cincuenta años después del 20 de noviembre de 1975, la pregunta no es si Franco ha muerto. La pregunta es por qué su sombra sigue sentada en tantas mesas de poder. Por qué más de 6.000 fosas siguen abiertas como heridas en la tierra. Por qué 114.000 personas continúan desaparecidas. Por qué solo 70 cuerpos han sido identificados entre las 8.941 exhumaciones realizadas entre 2019 y 2025. Y por qué todavía hay jóvenes que creen que la dictadura fue “buena o muy buena”.
El país que escuchó aquel “Españoles, Franco ha muerto” nunca llegó a escuchar lo que hacía falta: España, Franco no se ha ido. Y no se ha ido porque la Transición decidió que mirar hacia otro lado era más cómodo que perseguir la verdad. El precio lo pagaron las familias, las y los maestros, las y los jueces, las y los historiadores y quienes arrastran medio siglo de duelo aplazado. El precio lo pagó la memoria colectiva.
Las asociaciones memorialistas lo repiten con una firmeza que debería avergonzar al Estado: “El duelo heredado sigue abierto”. La Ley de Amnistía del 77 no fue un gesto de reconciliación, sino un candado sobre la justicia. Un candado que hoy sigue engrasado gracias a la tibieza política y judicial.
España, a estas alturas, sigue siendo una inmensa fosa común camuflada de democracia madura. Y cada intento de reparación tropieza siempre con lo mismo: falta de presupuesto, falta de voluntad, falta de coraje. Lo explican las propias víctimas: sin banco de ADN, sin una oficina de atención integral y sin una estrategia real, las exhumaciones se convierten en una carrera contra la muerte de quienes aún esperan identificar a un familiar.
Todo esto sucede mientras la extrema derecha se levanta a diario para negar lo evidente. Para blanquear un régimen que asesinó a 160.000 personas entre 1936 y 1945, que exilió a 150.000, que robó bebés, torturó activistas y dejó un mapa de dolor que atraviesa generaciones. El negacionismo prospera porque el Estado nunca se atrevió a llamar a las cosas por su nombre. Ni en los tribunales, ni en las aulas, ni en la televisión.
DE LOS MONUMENTOS A LAS AULAS: LA NORMALIZACIÓN DEL FRANQUISMO
La Ley de Memoria Democrática prometía retirar símbolos y resignificar espacios. En 2025, todavía hay ciudades con calles dedicadas a ministros franquistas. Madrid mantiene medio centenar de referencias. Y el Gobierno, que anuncia inventarios, es el mismo que financia concursos para decidir qué hacer con el Valle de Cuelgamuros, convertido en un parque temático del revisionismo más torpe. Como señala el historiador Daniel Rico, “no existe una política de memoria seria”. Lo que hay son contradicciones enterradas bajo placas con texto neutro.
Mientras tanto, las asociaciones franquistas siguen activas. La Fundación Francisco Franco desaparecerá. Bien. Pero aparecerá otra. De hecho, ya está: Plataforma 2025. Y luego están los grupos minúsculos con simbología fascista, los partidos que entrenan “defensa personal”, los actos en Mingorrubio, las peregrinaciones al mausoleo del dictador, el merch neonazi vendido como nostalgia inofensiva. Todo legal mientras no haya violencia explícita. La Ley de Partidos, diseñada en 2002 para otro contexto, es hoy una autopista para quienes reivindican abiertamente el franquismo.
En los tribunales, la justicia sigue blindando la impunidad. Nueve recursos de víctimas rechazados en 2024. Ningún avance real en 2025. La Fiscalía empuja, pero las puertas siempre se cierran bajo los mismos argumentos: prescripción, irretroactividad, Ley de Amnistía. El Tribunal Constitucional ni siquiera entra al fondo. Ni una sola vez ha reconocido el derecho de las víctimas a una investigación eficaz.
En las aulas, el franquismo entra por la vía del algoritmo. El 19,6% de jóvenes entre 18 y 24 años afirma que la dictadura fue buena o muy buena. Esa cifra no surge de la nada. Surge de TikTok, de YouTube, de hilos ultra, de bulos presentados como datos. La asignatura de Historia no puede competir contra ocho horas de pantalla diaria. Y si algunos docentes intentan hacerlo, se encuentran con padres y partidos convertidos en policía ideológica.
Las y los profesores lo explican con claridad: no se enseña la represión. No se enseña el hambre. No se enseña la pobreza estructural. Solo fechas, bandos y una falsa simetría que perpetúa la amnesia. Y en ese vacío entra Vox. No solo como partido. Como altavoz y legitimador. Como maquinaria destinada a normalizar lo que hasta hace poco era marginal.
“Discursos que borran el carácter criminal del franquismo”. Así lo define la politóloga Anna López Ortega. Discursos que hablan de “concordia”, como si la dictadura hubiera sido una discusión familiar. Discursos que quieren que España olvide para poder repetir.
El PP, incapaz de romper simbólicamente con su propia genealogía sociológica, baila en ese mismo marco. Retira leyes de memoria en territorios donde gobierna con Vox y las sustituye por leyes de equidistancia. Un gesto político que no mira al pasado, sino al futuro: blanquear la dictadura para endurecer el presente.
La historia se usa como un decorado. Los mitos se refuerzan. Las fosas permanecen cerradas. El franquismo se desliza por las redes, los parlamentos y los medios con una normalidad inquietante.
Las y los jóvenes, sin herramientas, sin justicia y sin memoria transmitida, terminan creyendo que la dictadura fue un paréntesis ordenado. Un espejismo de estabilidad.
Pero hay una verdad que no se puede tumbar: mientras haya fosas sin abrir, mientras haya víctimas sin nombre, mientras haya jueces que miran al techo, mientras haya partidos que legitiman la barbarie, el franquismo no es pasado. Es presente. Es estructura. Es advertencia.
Y cada 20 de noviembre, España demuestra que sigue sin atreverse a romper el silencio.
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