Yaqeen Hammad no tenía un tanque. No tenía un dron. No tenía escolta ni refugio antiaéreo. Tenía once años, una sudadera, una sonrisa y un horno de barro con el que enseñó al mundo a resistir con pan. Repartía juguetes donde no hay infancia, grababa vídeos donde no hay cobertura, y cuidaba a su gente donde no queda casi nadie en pie.

Israel la ha asesinado.
Una niña. Una activista. Una esperanza.
No fue un “daño colateral”. Fue un mensaje.
A la infancia palestina: “No crecerás.”
A quienes documentan el genocidio: “No hablarás.”
A quienes reparten vida: “No sobrevivirás.”
Yaqeen no era una amenaza militar. Era una amenaza narrativa. Mostraba la Gaza que no sale en los telediarios: la que se ríe entre ruinas, la que improvisa ternura, la que cocina pan mientras los misiles llueven. Su crimen fue tener más humanidad que todo un ministerio de defensa.
Mientras Ursula von der Leyen se hace fotos con Netanyahu y Emmanuel Macron pide «proporcionalidad», las cifras ya no caben en los titulares:
+53.822 palestinos asesinados desde el 7 de octubre.
+16.500 eran niños.
Y tú, que me lees, ya no puedes decir que no lo sabías.
Yaqeen era una Ana Frank palestina con conexión a internet.
Pero ni eso la salvó.
Porque esta vez no hay sótano. No hay frontera. No hay salvación.
Ahora todos miran a la Corte Penal Internacional.
Pero lo que necesita Gaza no es sólo justicia, sino algo más básico y más urgente:
que dejen de matarlos.
Que no haya otra Yaqeen.
Que no haya otra niña convertida en mártir por contar su vida.
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