Un expresidente que construyó poder sobre la sangre y el miedo enfrenta por primera vez la justicia, aunque aún lejos de pagar por todas sus víctimas.
UN VEREDICTO HISTÓRICO EN UN PAÍS MARCADO POR LA IMPUNIDAD
El 28 de julio, un tribunal colombiano dictó una sentencia que parecía impensable hace apenas unos años: Álvaro Uribe Vélez, expresidente y figura central del uribismo, fue declarado culpable de soborno de testigos y fraude procesal. La jueza Sandra Heredia no dejó espacio a las dudas: las pruebas aportadas eran “contundentes, más allá de toda duda razonable”. La condena incluye una pena solicitada de nueve años y medio de prisión, una multa equivalente a 1.600 salarios mínimos y la inhabilitación para ocupar cargos públicos.
El caso arrancó en 2018, tras una batalla judicial que Uribe inició para intentar incriminar al senador Iván Cepeda, hijo del político Manuel Cepeda Vargas, asesinado por paramilitares en 1994. Lo que pretendía ser una maniobra para desviar las acusaciones de vínculos con grupos armados acabó volviéndose en su contra: varios exparamilitares denunciaron que el abogado de Uribe, Diego Cadena, les ofreció beneficios a cambio de retractarse en sus declaraciones que señalaban al clan Uribe Vélez en la creación del Bloque Metro de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). El vídeo grabado por uno de los testigos, Juan Guillermo Monsalve, dejó al descubierto el engranaje de sobornos y amenazas que el expresidente puso en marcha para blindar su impunidad.
Este fallo abre una grieta en un muro de protección política y mediática levantado durante décadas. Uribe ha estado implicado en más de 270 procesos judiciales, incluyendo acusaciones de espionaje ilegal a periodistas y activistas, desapariciones forzadas y asesinatos selectivos bajo la doctrina de “seguridad democrática” que gobernó entre 2002 y 2010. Sin embargo, la justicia colombiana y la comunidad internacional habían mirado hacia otro lado, consolidando la figura del “intocable”.
PARAMILITARISMO DE ESTADO: LA OTRA VERDAD QUE SIGUE PENDIENTE
La sentencia por soborno es apenas una fracción del historial de violencia que acompaña al expresidente. Organizaciones de derechos humanos, como la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz, llevan años documentando los vínculos entre sectores del Estado y los paramilitares que sembraron el terror en el campo colombiano. Durante el mandato de Uribe, las ejecuciones extrajudiciales conocidas como “falsos positivos” dejaron al menos 6.402 víctimas civiles asesinadas por el Ejército y presentadas como guerrilleros muertos en combate, según el informe final de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP).
El propio Diego Pinto, sociólogo y especialista en memoria histórica, resume la dimensión del fallo: “Este veredicto es un primer destello de justicia, pero la deuda con las víctimas sigue intacta. Uribe aún no ha sido procesado por los crímenes de lesa humanidad cometidos bajo su política de Estado ni por el entramado paramilitar que ayudó a construir”.
Ese entramado incluye la fundación de grupos armados ilegales en Antioquia cuando Uribe era gobernador, la expansión de las AUC bajo su presidencia y la persecución sistemática de comunidades campesinas, periodistas y militantes de izquierda. Cada intento de judicializar esos hechos fue neutralizado mediante presiones políticas, compra de testigos o la vieja estrategia de acusar a las víctimas de ser “colaboradores de la guerrilla”.
El juicio de 2025 demuestra que el blindaje de impunidad puede resquebrajarse, pero deja claro que el verdadero debate apenas empieza: ¿cuándo asumirá el Estado colombiano su responsabilidad en la violencia paramilitar? ¿Cuándo habrá reparación real para los familiares de las miles de personas asesinadas, desaparecidas o desplazadas por esa guerra sucia?
Uribe, símbolo del poder oligárquico que convirtió a Colombia en un laboratorio de guerra contra su propio pueblo, seguirá libre hasta que la sentencia sea firme. Pero el mito del caudillo invulnerable ha quedado roto. La justicia le ha tocado la puerta al hombre que gobernó con mano de hierro y manchó la historia reciente del país con sangre y miedo.
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