La guerra ideológica de la Casa Blanca contra el conocimiento se cobra 6.800 víctimas estudiantiles
UN ATAQUE PLANIFICADO CONTRA LA LIBERTAD ACADÉMICA
La Administración de Donald Trump ha decidido dinamitar uno de los pilares más sólidos del prestigio intelectual estadounidense: la universidad. Y lo ha hecho apuntando alto, con premeditación y alevosía. Harvard, la más antigua, influyente y diversa institución educativa de EE.UU., ha sido despojada de su capacidad para admitir estudiantes extranjeros. A partir de ahora, más de 6.800 alumnas y alumnos se enfrentan a la amenaza directa de la expulsión o el exilio académico, por el mero hecho de no haber nacido dentro de las fronteras del imperio.
No es una cuestión técnica ni un matiz administrativo: es una venganza. Una purga política.
El detonante ha sido la negativa de Harvard a colaborar con las exigencias de Kristi Noem, actual Secretaria de Seguridad Nacional y nueva vocera del delirio neomacartista. Le pidieron nombres. Le pidieron vídeos. Le pidieron que Harvard se convirtiera en una sucursal del FBI, entregando grabaciones de quienes protestaban pacíficamente contra el genocidio en Gaza o simplemente defendían la libertad de expresión. La universidad dijo no. Y Trump apretó el botón rojo.
La represalia ha sido inmediata: revocación del programa de intercambio, recorte de 2.650 millones de dólares en subvenciones públicas y amenaza de eliminar su estatus fiscal. Lo que está en juego no es solo la autonomía de una institución, sino la posibilidad misma de disentir, investigar, debatir sin supervisión del poder ejecutivo. Porque para este Gobierno, los campus deben ser fortalezas ideológicas, no espacios de pensamiento libre.
Ya lo venían anunciando. Primero llegaron los discursos sobre “wokeness”, la obsesión con el “marxismo cultural” y la caza de brujas contra quienes cuestionaban la narrativa oficial. Después, vinieron los recortes a programas científicos, las detenciones de manifestantes propalestinos, la difamación de profesores por sus publicaciones, la censura directa en escuelas secundarias. Ahora se da un paso más: convertir la nacionalidad en un delito académico.
XENOFOBIA, CENSURA Y DESPOTISMO COMO POLÍTICA EDUCATIVA
Kristi Noem, exgobernadora de Dakota del Sur y fiel escudera de Trump, ha dejado las cosas claras: para ella, ser estudiante extranjero es un privilegio, no un derecho. Pero en realidad, lo que le molesta es que Harvard se llene de voces disidentes, de personas que no deben favores al Partido Republicano, de alumnas que no temen alzar la voz. El objetivo es silenciar, homogeneizar, domesticar.
Y si para eso hay que deportar a una médica palestina que estudia salud pública o a un ingeniero iraní que trabaja en inteligencia artificial, se hace sin temblar el pulso.
El trumpismo ha decidido que la inteligencia es peligrosa. Que el conocimiento es enemigo. Que toda diferencia debe ser neutralizada. Y Harvard se ha convertido en el chivo expiatorio perfecto. La Universidad representa todo lo que el nuevo régimen odia: multiculturalidad, internacionalismo, pensamiento crítico y resistencia. Por eso la acusan de formar militantes del Partido Comunista Chino. Por eso la vinculan al antisemitismo sin pruebas. Por eso la convierten en campo de batalla simbólico, mientras recortan miles de millones en nombre de la “seguridad nacional”.
En esta nueva cruzada, los hechos son lo de menos. Las acusaciones son absurdas, las pruebas inexistentes, pero eso no importa. Lo importante es instalar el relato: el enemigo está dentro, se llama universidad, se disfraza de debate y adoctrina a la juventud. Es la misma lógica del fascismo de manual, solo que adaptada al algoritmo de Truth Social y la retórica del “America First”.
Y no es solo Harvard. Columbia, Yale, Berkeley… todas tiemblan. Porque saben que lo que hoy le hacen a una, mañana lo extenderán a todas. Porque esta es una advertencia: o colaboráis, o os destruimos.
Harvard ha dicho que acudirá a los tribunales. Pero los tribunales están copados de jueces y juezas designadas por Trump. Las agencias federales están en manos de fanáticos leales. El Congreso calla. Y mientras tanto, el racismo institucionalizado se disfraza de legalidad, la persecución política se presenta como defensa nacional, y la expulsión masiva de estudiantes se vende como eficiencia presupuestaria.
No es una medida aislada: es la arquitectura de un Estado totalitario que no necesita tanques cuando tiene algoritmos, jueces fieles y fronteras como armas. Aquí no se juega el futuro de una universidad. Se juega el futuro del pensamiento libre.
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