El Gobierno de Nepal disparó a matar contra su pueblo y ahora finge sorpresa porque el país arde
En Nepal todo estaba preparado para arder. Solo faltaba la chispa. Y llegó el 4 de septiembre, cuando el Gobierno de KP Oli decidió prohibir las redes sociales y responder a las protestas con balas. Dejó 19 personas muertas. En cuestión de horas, las calles estallaron: se asaltaron casas de políticos, el Parlamento, la Presidencia. No era un brote aislado de violencia. Era el grito acumulado de un pueblo al que le prometieron democracia, derechos y futuro, y le entregaron corrupción, deuda y exilio.
La explicación oficial intenta encerrarlo todo en dos relatos que alivian conciencias pero no explican nada. Uno culpa a “la clase política” en abstracto. El otro habla de conspiración extranjera, con National Endowment for Democracy de Estados Unidos y Hami Nepal como supuestos titiriteros. Dos coartadas perfectas para no hablar de lo que de verdad sostiene este desastre: un sistema político capturado por las élites, una economía clientelar en manos de unas pocas familias con vínculos a la antigua monarquía, y un modelo de crecimiento que expulsa a su juventud mientras se endeuda para construir fantasías de desarrollo que solo enriquecen a los de siempre.
La Constitución de Nepal de 2015 había traído un destello de esperanza. En 2017, los partidos comunistas arrasaron en las urnas y en 2018 se fusionaron en el Nepal Communist Party. Parecía el inicio de un nuevo ciclo. Pero la unidad fue solo electoral: cada facción siguió con su maquinaria y sus lealtades, sin un proyecto común para transformar el país. En 2021 se rompieron y desde entonces se han turnado en el poder con el mismo apetito de sillón y el mismo desprecio por la calle. En 2024, con el país exhausto, una facción derechizada de la izquierda se alió con el Nepali Congress para formar un Gobierno de centro-derecha. Así enterraron el espíritu de la Revolución de 1951, la Jana Andolan de 1990 y la Loktantra Andolan de 2006. Pero la historia enseña que esos movimientos siempre vuelven. Y no suelen avisar.
Cuando llegó aquella Constitución, Nepal estaba de rodillas: pobreza generalizada, discriminación de castas, servicios públicos derrumbados y las ruinas aún humeantes del terremoto de Gorkha de 2015. Los gobiernos de izquierda lograron avances reales: la pobreza infantil cayó del 36% al 15%, el acceso a electricidad llegó al 99% y el Índice de Desarrollo Humano mejoró. Pero las expectativas crecieron más rápido que los resultados. La desigualdad se mantiene, la migración se dispara y la corrupción sigue empapando todo (posición 107/180 en 2024 según Transparency International). Volvieron a pedir auxilio al Fondo Monetario Internacional y firmaron acuerdos que hipotecan el futuro. La frustración ya no nace de la miseria, sino de las promesas traicionadas.
Ese vacío lo está aprovechando la extrema derecha religiosa. Mientras las élites juegan a las sillas musicales, parte de la pequeña burguesía —formada en escuelas inglesas, harta de la hegemonía de las castas altas— mira con devoción a la derecha hindutva de India, especialmente a Yogi Adityanath en Uttar Pradesh, y sueña con restaurar la monarquía hindú. Durante las protestas sus carteles se mezclaban con los del Rashtriya Prajatantra Party (RPP), la Shiv Sena Nepal o la Vishwa Hindu Mahasabha. Desde los noventa, la Hindu Swayamsevak Sangh (HSS), brazo internacional de la Rashtriya Swayamsevak Sangh (RSS), ha construido en Nepal una red paciente de cuadros. Han tejido un discurso que envuelve el autoritarismo en caridad, “anticorrupción” y unidad hindú. Están organizados. Tienen recursos. Y saben esperar.
Mientras tanto, el país sigue expulsando a su juventud. Nepal es uno de los Estados con más migrantes laborales per cápita del planeta: más de medio millón de personas trabajan fuera, y en 2022-23 se expidieron 771.327 permisos. El suicidio de Tulsi Pun Magar en Corea del Sur, tras meses de explotación en una granja de cerdos, sacudió al país. No fue un caso aislado: en cinco años han muerto allí 85 nepalíes, la mitad por suicidio. La juventud lo grita sin rodeos: el Estado cuida más a los inversores extranjeros que a quienes sostienen la economía con sus remesas.
Y mientras el país ardía, KP Oli reactivaba la colaboración con la Millennium Challenge Corporation (MCC) de Estados Unidos, repudiada por buena parte de la izquierda. En agosto de 2025, John Wingle, vicepresidente de la MCC, visitó Katmandú para prometer inversiones que solo engordan a las élites locales. Al mismo tiempo, el Gobierno ultraderechista de Narendra Modi impulsa a los grupos hinduistas en Nepal para ocupar el vacío que deja el desplome de Oli. Ninguna sede del RPP fue atacada durante las protestas, aunque en marzo sus militantes sí atacaron oficinas comunistas. No es un detalle menor. Es un presagio.
El ejército ha devuelto un silencio tenso a las calles, pero el país sigue al borde del abismo. Se barajan nombres “técnicos” como Balendra Shah o Sushila Karki, pero solo servirían para administrar la ruina. Fingir neutralidad no resolverá nada: solo ahondará el desprecio por la democracia y abrirá el camino a quienes prometen orden a cambio de obediencia.
Nepal no necesita otro primer ministro. Necesita romper con un modelo que prometió democracia y desarrollo y solo ha dejado precariedad, desigualdad y desesperanza. Y esa ruptura —como siempre— no vendrá desde arriba.
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