Nuestro bienestar y nuestra democracia dependen más que nunca de unos impuestos realmente progresivos
Hace unas semanas, el streamer Ibai Llanos se hacía viral en las redes sociales con un breve alegato a favor del pago de impuestos en España. Desde entonces, la polémica de los youtubers españoles que se mudan a Andorra para eludir al fisco se ha convertido en un debate de carácter público. Un debate que, sin embargo, en la mayoría de tertulias políticas acaba centrado en la legitimidad de tal elusión, esquivando las que para mí son las dos preguntas que deben iniciar cualquier tipo de discusión sobre los impuestos: ¿Queremos tener buenas escuelas, hospitales equipados y pensiones dignas? ¿Queremos vivir en igualdad?
Estas dos sencillas preguntas, a las que difícilmente se pueden contestar de forma negativa, reflejan las dos funciones principales que tienen los impuestos en las democracias europeas, que son la recaudación y la redistribución. La primera es fundamental para sostener el Estado de Bienestar, mientras que la segunda resulta indispensable para repartir la riqueza. Pero, ¿se cumplen estas funciones en España?
Una década después de la crisis de nuestra Hacienda Pública, España está seis puntos por debajo de la media europea en presión fiscal, lo que nos distancia considerablemente de nuestros países vecinos en términos de gasto social. Dicho en otras palabras, España no tiene tanto un problema con su techo de gasto como con su suelo de ingresos. Lo sorprendente es la insuficiente recaudación en comparación a Europa, cuando la fiscalidad española presenta un diseño homologable a ésta. En este caso, la respuesta se halla en la combinación de varios factores: una economía sumergida mucho más intensa y extendida que en los países del entorno, un nivel extraordinariamente bajo de presión fiscal sobre las grandes fortunas y las grandes empresas, y un heterogéneo sistema de deducciones fiscales. Con estos tres elementos parece evidente que el sistema de impuestos en España haya sido tradicionalmente uno de los menos efectivos en redistribuir las rentas familiares de toda la Unión Europea.



Con la actual crisis sanitaria, económica y social, que está dejando escenarios muy preocupantes de recesión y endeudamiento, nos enfrentamos al dilema de una reforma fiscal o una reforma del Estado de Bienestar. Una reforma fiscal que restablezca los ingresos hasta un nivel suficiente para afrontar el gasto social o una renovación del Estado de Bienestar con un modelo y unos criterios muy diferentes a los que han funcionado hasta la fecha. Por ahora, nuestra clase gobernante ha conseguido enmascarar este dilema con unos presupuestos generales bastante progresistas o con la inminente llegada de unos fondos europeos que, como insiste el periodista Enric Juliana, no serán maná caído del cielo. Mayor o menor progresividad y suficiencia de nuestro sistema de impuestos. Mayor o menor sostenibilidad de nuestro Estado de Bienestar. Mayor o menor defensa del interés general. Esa es la verdadera disyuntiva de la izquierda que gobierna hoy en España. Mientras tanto, la desigualdad avanza y la extrema derecha amenaza.
La rebeldía fiscal de una minoría de youtubers millonarios debe servir para ser conscientes de lo que supone socialmente pagar impuestos en España. La solidaridad fiscal, clave en estos días, es algo que han entendido y defendido hasta en el Vaticano, por eso el debate sobre la legitimidad de eludir impuestos únicamente es viable si buena parte de la población entiende la libertad de manera egoísta y no de manera cívica. El sentido común no ha dejado de ser neoliberal con la pandemia, aunque muestre demasiados jirones. De ahí que el reto cultural pase por reconocer que nuestro bienestar y nuestra democracia dependen más que nunca de unos impuestos realmente progresivos y de una libertad practicada desde la fraternidad, la solidaridad y la responsabilidad.
Por Sergio Domínguez
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