En España, los tribunales no iluminan las sombras del poder: las gestionan, las dosifican y las redistribuyen. Y, como siempre, las consecuencias caen en el mismo lado de la balanza.
EL PRIMER FISCAL GENERAL EN EL BANQUILLO
Lo que hasta hace poco parecía un rumor imposible es ya un hecho: España verá cómo, por primera vez en democracia, un fiscal general del Estado se sienta en el banquillo. Álvaro García Ortiz afrontará un juicio en el Tribunal Supremo por un presunto delito de revelación de secretos, acusado de haber filtrado un correo del abogado del novio de Isabel Díaz Ayuso en el que reconocía fraude fiscal y negociaba un pacto con la Fiscalía para evitar la cárcel. La apertura de juicio oral supone que el jefe del Ministerio Público pasa de acusador a acusado, una paradoja que erosiona de raíz la legitimidad de la institución.
El fiscal general se enfrenta a una pena de hasta seis años de prisión e inhabilitación. Pero más allá del destino personal de García Ortiz, la propia Fiscalía queda dañada: una institución que debería ser garante de la legalidad aparece arrastrada al descrédito, convertida en arma arrojadiza en medio de la pugna entre poder político y poder judicial. La crisis no es anecdótica ni personal: es sistémica.
UNA FIANZA ENTRE LA LEY, LA ARBITRARIEDAD Y LA INCONSTITUCIONALIDAD
El juez instructor Ángel Hurtado ha fijado una fianza de 150.000 euros. La cifra se presenta como un cálculo técnico, pero en realidad esconde un debate de fondo sobre el derecho a la presunción de inocencia. El magistrado no solo ha tenido en cuenta la posible responsabilidad civil —los 300.000 euros reclamados por González Amador por daños morales, rebajados a la mitad por considerarlos excesivos—, sino también las costas del proceso y, lo más polémico, la hipotética multa penal prevista en el artículo 417 del Código Penal.
El problema es que esa práctica ya fue declarada inconstitucional en 2023 por el Tribunal Constitucional. Una sentencia unánime estableció que incluir la multa en el cálculo de la fianza supone “anticipar la pena” y vulnera la presunción de inocencia. La multa es sancionadora, no asegurativa: no protege a la víctima ni garantiza una reparación, sino que castiga al acusado. Obligar a afianzarla antes del juicio es, de facto, imponer una condena encubierta.
La paradoja es brutal: el fiscal general del Estado se convierte en el primer procesado de su cargo y lo hace bajo una medida cautelar que reproduce una práctica que el Constitucional ya ha considerado ilegal. Una muestra más de cómo la justicia española puede operar con criterios políticos, discrecionales y, a veces, directamente contrarios a la propia Constitución. Los juristas lo reconocen: no existen criterios objetivos para fijar las fianzas. “Se hace a ojo de buen cubero”, dicen catedráticos de derecho procesal. El caso de García Ortiz es el ejemplo perfecto: una mezcla de discrecionalidad, vacío normativo e interpretación a conveniencia.
UN JUICIO POLÍTICO DISFRAZADO DE PROCESO TÉCNICO
La clave no está solo en el código penal. Está en el tablero político. El juicio no afecta únicamente a García Ortiz, sino al Gobierno de Pedro Sánchez y a la presidenta madrileña Isabel Díaz Ayuso. El PP y Vox ya han convertido el caso en munición: hablan de persecución política al entorno de Ayuso, desvían el foco de los delitos fiscales confesados por González Amador y construyen un relato en el que el problema no es la corrupción, sino la supuesta filtración.
El Gobierno queda atrapado en un dilema irresoluble: si defiende al fiscal general, se arriesga a la acusación de injerencia en la justicia; si lo deja caer, concede a la oposición una victoria simbólica y refuerza la narrativa de que la Fiscalía es una “herramienta del Gobierno”. En ambos escenarios, pierde. Y la derecha gana: convierte su escándalo en un proceso contra quien lo denunció.
La composición del tribunal tampoco es neutra. De los siete magistrados que juzgarán a García Ortiz, cinco ya participaron en la admisión de la causa, con figuras tan influyentes como Manuel Marchena o Carmen Lamela. La mayoría se identifica con el sector conservador del Supremo, lo que refuerza la lectura política del proceso. No es descabellado plantear el caso como un episodio más de lawfare, esa guerra jurídica en la que los tribunales se convierten en campo de batalla ideológica y los procesos se diseñan para desgastar a adversarios políticos más que para impartir justicia.
EL PRECEDENTE Y EL DESGASTE
La apertura de juicio contra García Ortiz abre un precedente devastador: ¿qué significa “revelación de secretos” cuando lo que se hace público es un correo que acredita un fraude fiscal? ¿Debe la confidencialidad proteger incluso a quien admite haber defraudado? La respuesta del Supremo marcará los límites de la acción de la Fiscalía en el futuro. Una condena obligará a la institución a blindarse, a extremar su discreción y a autocensurarse en casos de relevancia política. Una absolución, en cambio, no borrará el daño ya infligido: la Fiscalía habrá quedado manchada, la confianza pública erosionada y el relato mediático ganado por la derecha.
En cualquier caso, la consecuencia es clara: el foco ya no está en el fraude de González Amador, sino en el futuro de García Ortiz. Ayuso ha logrado transformar un escándalo privado en un arma contra el Gobierno central. Y la justicia, una vez más, aparece como escenario y catalizador de esa operación política.
Lo que debería ser un juicio técnico se ha convertido en un pulso político. La fianza calculada con criterios declarados inconstitucionales, la discrecionalidad judicial reconocida incluso por los expertos, la utilización partidista de la causa y la erosión institucional de la Fiscalía convergen en un mismo punto: un sistema que parece menos interesado en defender el derecho a la verdad que en reordenar los equilibrios de poder.
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