Una mirada rápida al ecosistema audiovisual nos bastará para darnos cuenta de que sus contenidos son cada vez más numerosos, rápidos y, sobre todo, breves.
Nuestra atención se ve constantemente desafiada por el incesante flujo de tuits, reels, vídeos de TikTok, etc. Ante esta saturación –por no decir hipertrofia– del espacio audiovisual, algunos autores han señalado el riesgo de que nuestra capacidad de atención se vea comprometida, reducida. Tal es el caso de Nicholas Carr y su ya clásico Superficiales. ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes?.
A la luz de esta circunstancia, cabría suponer que el diseño de material audiovisual, como películas o series, tendería a reducir su duración –como sucede, por ejemplo, en Autodefensa (Prieto, Barenys y Blanca, 2022), cuyos capítulos no exceden los 15 minutos de duración–.
Pero lo cierto es que la duración de las películas no para de crecer.
Minutos, más minutos por favor
El aumento de minutos en pantalla se advierte en películas destinadas a las salas de cine. Así ocurre en Avatar: El sentido del agua (James Cameron, 2022), con 192 minutos de duración, la recientemente estrenada Babylon (Damien Chazelle, 2022), con 188 minutos, o el éxito Vengadores: Endgame (Anthony y Joe Russo, 2019) y sus 181 minutos.
Pero también se puede ver esta tendencia en películas diseñadas principalmente para ser explotadas por plataformas de streaming –como El Irlandés (Martin Scorsese, 2019), con 209 minutos de metraje, y Bardo (Alejandro González Iñárritu, 2022) y sus 159 minutos– o aquellas orientadas a circuitos más minoritarios, ligados tradicionalmente al cine independiente o de autor. En este sentido podemos mencionar Pacifiction (2022), la obra de Albert Serra que se desarrolla a lo largo de 166 minutos.
¿A qué puede deberse, pues, este incremento en la duración de las películas?
Antes de nada, cabe señalar que siempre ha habido películas con una duración superior a la media. Pensemos por ejemplo en los clásicos como Lo que el viento se llevó (Victor Fleming, George Cukor y Sam Wood, 1939), con una duración de 238 minutos, y Ben-Hur (William Wyler, 1959) y sus 211 minutos, por poner tan sólo un par de conocidos ejemplos.
La cuestión que trata de discutirse en el presente artículo es el motivo del aumento en la duración de las películas en una época en la que todo –las series, las guerras entre las plataformas de streaming, la pérdida de la capacidad de atención y la oferta inabarcable que incita al consumo acelerado– indica que la tendencia debería ir hacia el lado opuesto.
Una variedad de causas
La hipótesis de partida es que la razón atiende a tres fines: por una parte el deseo de ampliar las narrativas, por otra, la necesidad de diferenciarse de la ficción televisiva (o vía streaming) y, por último, el intento de justificar el creciente precio de una entrada a la sala de cine.
Esta problemática, no obstante, no supone una novedad absoluta, sino que acentúa rasgos ya presentes en la industria cinematográfica desde el Hollywood de los años 50. Ya en aquella época, la necesidad de desmarcarse de la oferta televisiva llevó a los estudios a apostar por obras de mayor extensión, con más estrellas, con más efectos, más espectáculo. Algo así como lo que sucede a día de hoy con las producciones del tipo Avatar o el cine de Marvel.
En décadas anteriores los cines habían apostado por un modelo de sesiones dobles, heredado del pasado, o por tres proyecciones seguidas. Ésta era una de las razones por las que la duración media de una película era de 90 o 100 minutos de duración.
Irónicamente, las producciones con espíritu blockbuster, cuya duración excedía en algunos minutos la media –como Alien: El octavo pasajero (Ridley Scott, 1979; 116 minutos), Regreso al futuro (Robert Zemeckis, 1985; 116 minutos), Los Cazafantasmas (Ivan Reitman, 1984; 107 minutos) y Los Goonies (Richard Donner, 1985; 114 minutos), por mencionar tan sólo unos pocos ejemplos que seguro siguen muy presentes en la memoria de los lectores– pasaron de ser excepciones a convertirse en la norma y acabaron marcando el nuevo rumbo de la industria.
Por otro lado, el intento de ampliar las narrativas (lo que, paradójicamente, podría verse como un «intento de parecerse a las series»), sin llegar a constituir algo del todo novedoso, sí presenta matices diferentes.
Robert McKee, en su obra El guión, señala la existencia de obras con más actos de los tradicionales tres. En este sentido, cita Cuatro bodas y un funeral (Mike Newell, 1994), con cinco actos; En busca del arca perdida (Steven Spielberg, 1981), con siete, o El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante (Peter Greenaway, 1989), con ocho.
La excepción hoy en día
Ahora bien, como ya se ha señalado, lo que en el pasado supuso una suerte de excepción comienza a convertirse en norma.
Lo cual nos conduce a la siguiente conclusión: en la actualidad, el cine debe hacer frente a varios problemas. Entre estos se encuentran los cambios en los hábitos de consumo del espectador –que incluyen un descenso de la asistencia a salas–, la primacía de las series (más acordes con la idea de un consumo domestico y dinámico), la mayor oferta audiovisual y el precio de las entradas a la sala –similares al coste de la suscripción mensual a cualquier plataforma de streaming–.
Por todos los motivos señalados en el texto, la industria cinematográfica, especialmente la orientada a ser proyectada en salas, parece haber concentrado su oferta. Así, ha potenciado los filmes de gran presupuesto y duración, con más subtramas y una mayor espectacularización. Todas estas características parecen justificar el precio de la entrada y ofrecen un aliciente disuasorio frente a la suscripción a una plataforma de streaming u otros canales de difusión.
En el caso de las producciones más indies, la mayor duración atendería un deseo de explorar nuevas narrativas, más alejadas tanto de los discursos televisivos o mainstream como de las grandes producciones.
Sea como sea, y mientras confirmamos la deriva del sector, tal vez resulte recomendable pedir las palomitas en formato XL, si no queremos que se nos agoten antes de que se enciendan las luces de la sala.
Este artículo se engloba dentro de las investigaciones llevadas a cabo por el grupo de investigación de la Universidad de Murcia IDEcoA.
Gabri Ródenas no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.
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