Suecia, Noruega y Finlandia preparan a la ciudadanía ante la amenaza de un ataque nuclear, mientras las potencias globales siguen escalando un conflicto sin retorno.
La publicación de folletos sobre cómo actuar en caso de ataque nuclear no es un acto de transparencia ni un gesto de protección, sino una confesión del sistema: hemos fracasado. Cuando un gobierno empieza a educar a su gente sobre cómo sobrevivir a un apocalipsis, reconoce que no puede evitarlo. Suecia, Noruega y Finlandia han distribuido guías que parecen sacadas de una distopía de manual, instruyendo a la ciudadanía a preparar mochilas de emergencia, almacenar alimentos y resignarse a un aislamiento de días.
No nos equivoquemos: estos folletos no buscan empoderar, sino normalizar la posibilidad de lo impensable. Transforman la responsabilidad estatal en una carga individual, mientras las y los responsables políticos se ocultan tras frases vacías sobre democracia y unidad. Es el capitalismo de desastres en su máxima expresión, en el que el miedo se convierte en un mercado y la vulnerabilidad, en una herramienta de control.
Resulta casi poético que estos mensajes lleguen desde países que tradicionalmente han defendido su neutralidad. Suecia actualiza manuales de guerra; Noruega insta a la autosuficiencia en emergencias; Finlandia, con su pragmatismo habitual, prepara a su ciudadanía para “lo extraordinario”. No hay mayor ironía que instruir a la gente sobre cómo sobrevivir a un ataque nuclear, mientras se participa activamente en alianzas que avivan las brasas de esta amenaza.
El negocio de la guerra necesita perpetuar el conflicto. Cada misil que vuela, cada tanque que avanza, deja una estela de dividendos en los balances de empresas armamentísticas que no entienden de fronteras, sino de cifras. Si la paz fuese rentable, los folletos hablarían de reconciliación, no de esconderse bajo una mesa.
LA ESCALADA: UN JUEGO DE TRONOS CON VIDAS REALES
Mientras las autoridades de países como Eslovaquia y Hungría critican con firmeza la última decisión de Estados Unidos de armar a Ucrania con misiles de largo alcance, el resto de Europa prefiere mirar hacia otro lado. La narrativa oficial, esa que se esconde tras palabras como «libertad» y «defensa», no resiste el análisis de la realidad. El envío de misiles ATACMS no busca terminar el conflicto, sino garantizar que nunca haya un punto de retorno.
Rusia, al otro lado, juega su propia partida, aliándose con regímenes que comparten una visión autoritaria y militarista del mundo. La llegada de soldados norcoreanos al frente ucraniano no solo consolida alianzas peligrosas, sino que refleja una verdad incómoda: el conflicto no es solo territorial, sino un pulso geopolítico en el que las vidas civiles son moneda de cambio.
Por cada misil que se lanza en Kursk, hay hospitales ucranianos que se quedan sin electricidad, familias rusas que entierran a sus jóvenes y comunidades enteras devastadas por una guerra que no eligieron. El lenguaje belicista de los líderes es un insulto a quienes padecen las consecuencias. Hablan de estrategias y victorias, pero no mencionan el precio: cuerpos, traumas y generaciones que crecerán con el eco de las sirenas de alarma como banda sonora.
El cinismo alcanza su cumbre cuando países como Alemania, tras negarse a enviar misiles Taurus a Kiev, deciden autorizar drones bomba para atacar en territorio ruso. No se trata de proteger a Ucrania, sino de medir quién tiene la última palabra en el tablero global. Es un juego de egos disfrazado de diplomacia, donde la empatía ha sido sacrificada en nombre de la hegemonía.
El mundo avanza hacia el borde de un abismo creado por las mismas manos que ahora escriben manuales de supervivencia. Esas manos, sin embargo, no temblarán en los refugios, ni pasarán hambre ni frío.
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