Gaza sangra bajo un “alto el fuego” que Israel ha violado 80 veces en diez días. La impunidad se ha convertido en doctrina de Estado.
LA MÁSCARA DEL CESE DE FUEGO
Israel ha violado el alto el fuego al menos 80 veces en diez días, según confirmó el propio Gobierno de Gaza. No son incidentes aislados ni errores tácticos. Son bombardeos planificados, ataques deliberados contra civiles, detenciones arbitrarias y asesinatos de familias enteras que intentaban volver a casa.
Bajo el lenguaje burocrático de la “seguridad nacional” se esconde una maquinaria genocida que no distingue entre tregua y exterminio.
El 19 de octubre, un misil israelí impactó contra un vehículo en el norte de Gaza. Murieron once personas, siete de ellas niñas y niños. Su “crimen” fue cruzar una línea invisible, el llamado “límite amarillo”, que no existe físicamente. “Estoy seguro de que la familia no podía distinguir entre las líneas amarilla y roja porque no hay marcadores sobre el terreno”, explicó Mahmoud Basal, portavoz de Defensa Civil en Gaza.
La guerra se libra incluso contra la noción misma de humanidad.
Desde el inicio de la tregua, Israel ha matado a 97 personas e herido a más de 230. Bombardea zonas civiles mientras bloquea la entrada de ayuda humanitaria. Y cuando dos soldados israelíes murieron —según fuentes independientes, por la explosión de una bomba que ellos mismos detonaron accidentalmente—, Netanyahu suspendió toda entrega de ayuda.
La mentira fue tan grotesca que el propio Pentágono desmintió la versión israelí. Pero el daño ya estaba hecho. Netanyahu ordenó nuevos bombardeos sabiendo que eran injustificables.
LA IMPUNIDAD COMO ESTRATEGIA DE GUERRA
Nada de esto es nuevo. Israel lleva décadas actuando con la convicción de que jamás será juzgado. Desde Sabra y Chatila hasta las masacres de Rafah y Jabalia, pasando por el uso de fósforo blanco o los bombardeos a hospitales. Cada crimen se amontona sobre el anterior en una montaña de impunidad sostenida por Washington, Bruselas y Londres.
El actual gobierno israelí, con figuras como Itamar Ben-Gvir o Bezalel Smotrich, ha convertido el racismo institucional en política oficial. No se trata ya de un Estado que se defiende, sino de una teocracia militar que considera a todo palestino un objetivo legítimo. Cuando Ben-Gvir escribe “basta de doblarse” en su cuenta de X, lo que exige es reanudar el exterminio.
El alto el fuego fue, desde el principio, un paréntesis para reorganizar la ofensiva.
Mientras las cámaras internacionales se giraban, Israel siguió atacando, arrestando, saqueando y destruyendo infraestructuras básicas.
La ONU estima que aún hay más de 20.000 bombas sin detonar en Gaza. Desde 2023, al menos 324 personas han muerto por estas municiones, entre ellas 91 menores.
El derecho internacional no es una opción moral. Es una obligación. Cada ataque durante un alto el fuego constituye un crimen de guerra, según los Convenios de Ginebra. Pero las instituciones que deberían hacer cumplir esa ley —el Consejo de Seguridad de la ONU, la Corte Penal Internacional, la Unión Europea— han elegido mirar hacia otro lado, paralizadas por sus alianzas estratégicas y sus negocios de armas.
EL MOMENTO DE LA VERDAD
La comunidad internacional se enfrenta a un punto de no retorno.
Ya no basta con declaraciones tibias ni condenas simbólicas.
El único camino posible es la intervención internacional y el enjuiciamiento inmediato de Benjamin Netanyahu y de su gabinete de guerra por crímenes contra la humanidad.
Si la Corte Penal Internacional no actúa ahora, su silencio será cómplice.
Si la ONU no impone un embargo de armas a Israel, su bandera dejará de significar nada.
Si los gobiernos europeos siguen justificando la barbarie bajo el lenguaje del “derecho a defenderse”, serán recordados como los que avalaron un genocidio televisado en directo.
La historia ya no juzgará a los verdugos por lo que hicieron, sino a los testigos por lo que no se atrevieron a detener.
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