Mientras el mundo calla, 260.000 personas en El Fasher sobreviven comiendo piel de vaca.
HAMBRE, CERCO Y SILENCIO INTERNACIONAL
En El Fasher, capital del estado de Darfur del Norte, las y los civiles mueren lentamente, no por bombas, sino por hambre. El asedio de las Fuerzas de Apoyo Rápido (RSF) —una milicia paramilitar heredera directa de los yanyauid que arrasaron Darfur hace dos décadas— ha convertido la supervivencia en un acto de resistencia política.
Desde abril de 2024, una muralla de 57 kilómetros rodea la ciudad, levantada para sellar toda entrada de comida, medicinas o ayuda humanitaria. Quienes consiguen pasar algo de grano lo hacen por rutas clandestinas, pagando sobornos a soldados hambrientos que, en muchos casos, también tienen hijas e hijos al borde de la inanición.
El precio de los alimentos es demencial: un kilo de arroz cuesta 450.000 libras sudanesas, unos 748 dólares, una cifra inalcanzable para casi nadie. El alimento básico durante meses fue el kora ambaz, un pienso animal elaborado con los restos del aceite de cacahuete. Cuando eso se acabó, la población empezó a hervir y asar pieles de vaca. Hoy ni eso queda.
“Ya no es hambre, es una muerte lenta y deliberada bajo el asedio de las RSF”, denuncian los Comités de Resistencia de El Fasher, un movimiento civil de base que lideró las protestas prodemocráticas antes de que el país se hundiera en una nueva guerra civil.
GUERRA ÉTNICA Y ARMA DEL HAMBRE
Las RSF, formadas a partir de las milicias responsables de los crímenes del siglo XXI en Darfur, han convertido el hambre en su herramienta de control étnico. En su ofensiva contra el Ejército sudanés (SAF), no distinguen entre combatientes y población civil. Han bombardeado mercados, hospitales y convoyes de ayuda.
El 3 de octubre, una lluvia de proyectiles cayó sobre la ciudad. “Las conchas llueven como si el cielo se abriera, sin distinguir entre una criatura dormida o una madre que implora por su hijo”, relataron los Comités. Los cuerpos se amontonan bajo los escombros sin nombre ni rostro, y el aire huele a muerte.
Un día después, drones lanzaron proyectiles con gases desconocidos, provocando vómitos, convulsiones y alucinaciones. Las y los médicos denunciaron síntomas compatibles con el uso de agentes químicos prohibidos. Tres días más tarde, el hospital fue bombardeado, dejando 13 personas muertas, entre ellas personal sanitario.
La estrategia es clara: aniquilar la vida civil en el último enclave no controlado por la milicia en Darfur, borrar la ciudad del mapa por inanición. Naciones Unidas lo reconoce. El portavoz del secretario general, Stéphane Dujarric, advirtió que El Fasher “está completamente cercada”. Pero el reconocimiento no salva vidas.
No hay aviones de ayuda, ni corredores humanitarios, ni presión internacional real. Las resoluciones se redactan en salas climatizadas mientras, fuera, la gente mastica cuero y reza por agua. La ONU promete “evaluar” la situación mientras la muerte se contabiliza en miles de cuerpos sin enterrar.
LA INDIFERENCIA COMO CÓMPLICE
En la era de la hiperinformación, el genocidio de Sudán apenas ocupa titulares. Los focos se concentran en Gaza o Ucrania, mientras África vuelve a ser el escenario del olvido colonial. El hambre fabricada por intereses armados no genera clics ni geopolítica rentable.
El Alto Comisionado de Derechos Humanos, Volker Türk, advirtió que la ciudad está al borde de una “catástrofe total”. Pero las advertencias no alimentan. El 11 de octubre cerró la última cocina comunitaria. Desde entonces, madres y padres hierven agua vacía para engañar al estómago de sus hijas e hijos.
No se trata de una sequía, ni de una crisis natural. Es una decisión política: matar de hambre para rendir. Y lo hace un ejército financiado, armado y tolerado por los mismos poderes que después organizarán cumbres sobre “ayuda humanitaria” y “reconstrucción”.
En El Fasher, 130.000 niñas y niños esperan la muerte entre el polvo y la desnutrición. Y aun así, el mundo sigue negociando con los verdugos, no con las víctimas.
El comunicado final de los Comités de Resistencia lo resume sin metáforas:
“Llevamos más de 500 días bajo asedio. Gritamos ayuda y nadie responde. Morimos resistiendo, porque no tenemos nada más que resistencia y una muerte colectiva en el silencio del mundo.”
El hambre es un crimen de guerra. Y el silencio, su cómplice más fiel.
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