La fusión entre la ignorancia performativa y el odio disfrazado de meme: así se extingue el pensamiento en manos del nuevo facha digital.
LA TRINCHERA DEL HUMOR COMO COARTADA PARA EL ODIO
No hay ideología, hay estética. No hay argumentos, hay gestos. El joven reaccionario ya no discute, parodia su ignorancia y la convierte en escudo. Le basta un grito, un “bro”, una risa forzada o un emoji para convertir una idea ruin en contenido viral. El discurso político ha sido sustituido por la performance, y el vacío intelectual se exhibe como signo de autenticidad.
Skibidi Toilet, ese delirio visual sin sentido, se ha convertido en la referencia compartida de una generación que rechaza pensar, pero necesita agruparse. Y lo hace como lo hacen las manadas: reconociéndose por sonidos, gestos y códigos simples. Esa es la nueva simbología del ultra digital. Donde antes había libros, ahora hay compilaciones de frases de tres segundos. Donde antes había debate, ahora hay clips que apelan al algoritmo, no a la razón.
La masculinidad reaccionaria no muere en el silencio: se extingue entre ruidos absurdos, cuerpos pixelados y una nostalgia falsa de una virilidad que nunca existió.
DESPOLITIZADOS, PERO RADICALIZADOS: LA ERA DEL CUÑADO ZOOMER
Ya no gritan ¡Arriba España! con el brazo extendido. Ahora lo hacen desde un set de Twitch, entre risas incómodas, bailes editados y homenajes envenenados a figuras del pasado. El nuevo cuñado digital no ha leído nada, pero lo opina todo. No duda, porque no conoce. No escucha, porque está en directo.
Rechaza el feminismo sin haber hablado con feministas. Odia la diversidad porque nunca ha salido de su burbuja. Cree que todo es una conspiración, menos su propia precariedad. Vive en casa de sus padres, pero defiende el libre mercado. Le explotan en el curro, pero le echa la culpa al lenguaje inclusivo. Así funciona esta nueva subjetividad: un cóctel de ignorancia, frustración y deseo de pertenecer, agitado por las redes y servido con estética de chiringuito.
Todo le parece exagerado, todo le da igual, salvo cuando se trata de humillar. Porque en el fondo no quiere justicia, quiere venganza. No busca transformar el mundo, solo encontrar culpables. Y el sistema le ofrece los de siempre: las mujeres, las personas migrantes, las disidencias.
EL ULTRA DE HOY YA NO LEE A NIETZSCHE, MIRA DIRECTOS EN YOUTUBE
Aquel joven que encontraba consuelo en los discursos retorcidos de la metafísica reaccionaria ha dado paso a un espectador pasivo, que solo repite lo que otros dicen mientras juega al Fortnite. La ultraderecha ha perdido su relato trágico y ha ganado una cuenta de TikTok. Ha dejado de prometer redención y ofrece “zascas” en bucle.
La masculinidad que se enuncia en estos espacios no es fuerte, es herida. No es sabia, es rencorosa. No quiere comprender, solo dominar. Pero como ya no puede hacerlo en el mundo real, lo simula en el virtual. Crea clips, parodia feministas, ridiculiza derechos. No para cambiar nada, sino para sentirse algo.
Los nuevos reaccionarios no discuten leyes, hacen chistes sobre menstruación. No abordan el sistema, lo imitan. Se sienten oprimidos por las palabras, pero nunca por el capital. Son soldados sin lectura, convencidos de que “ser hombre” es decir “bro” y negar el consentimiento.
EL CULTO AL DESPRECIO COMO PROYECTO POLÍTICO
En este ecosistema, el desprecio se ha convertido en una identidad. El rechazo a la empatía, la burla como lenguaje, la coña como ideología. Todo está filtrado por la ironía porque pensar duele y sentir incomoda. Por eso ríen: no por alegría, sino por miedo. Por eso insultan: no por fuerza, sino por debilidad.
El “facha zoomer” no nace del odio puro, sino de la imposibilidad de imaginar algo mejor. Se entrega a la crueldad como quien se lanza a una piscina vacía: no para flotar, sino para hacer ruido. Porque en este ocaso intelectual, el ruido es lo único que les queda.
Y así, entre memes sin sentido, frases recicladas y masculinidad hecha algoritmo, la ultraderecha ha logrado algo más peligroso que la victoria: ha conseguido que el pensamiento desaparezca sin dejar rastro, ahogado en carcajadas que no saben lo que celebran.
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