Una nueva ola de resistencia popular palestina estalla en pleno genocidio, desbordando a Israel, a la Autoridad Palestina y al silencio de Occidente.
GAZA ARDE, PERO CISJORDANIA DESPIERTA
Las imágenes de Gaza no solo estremecen. Despiertan. Han conseguido lo que décadas de diplomacia cómplice no han logrado: rearticular una resistencia popular que no se conforma ni con funerales ni con resoluciones vacías. En Sakhnin, miles de personas —palestinas y palestinos con ciudadanía israelí— se manifestaron el 25 de julio contra el genocidio en Gaza. Lo hicieron sin miedo, con rabia, con dignidad. Y esa chispa no ha dejado de prender.
Lo que está ocurriendo es mucho más que un gesto de solidaridad. Es una insurrección cívica y moral que conecta generaciones y geografías. En Jaffa, líderes palestinos iniciaron una huelga de hambre. En Ramala, en el corazón de Cisjordania, activistas respondieron con otra. Y lo hicieron no solo para condenar la masacre en Gaza, sino para señalar el colapso ético y político de la Autoridad Palestina.
Porque aquí la represión lleva dos nombres: Israel y la ANP. El primero bombardea. El segundo reprime. Ambos detienen. Ambos torturan. Ambos temen a la calle cuando la calle se organiza. Y eso es justo lo que está empezando a pasar.
El terror del ocupante es que el pueblo deje de tener miedo. Y ya no lo tiene. Ni en el 48, ni en la Cisjordania ocupada, ni en la diáspora. Ya no hay confianza en los discursos. Solo en los cuerpos presentes, en la resistencia que se encarna, que camina, que se niega a desaparecer.
EL FIN DE LA FICCIÓN DIPLOMÁTICA Y LA FUERZA DE LA CALLE
Los reconocimientos simbólicos al Estado palestino por parte de líderes europeos no valen más que las declaraciones que condenan “la violencia de todas las partes”. Son papel mojado en sangre. La llamada “solución de los dos Estados” es un cadáver geopolítico que Israel usa como coartada y Occidente como excusa. Mientras se debate en foros internacionales sobre líneas imaginarias, niñas y niños palestinos mueren esperando comida.
Frente a esa farsa diplomática, lo que emerge es un nuevo paradigma: la revuelta sostenida, conectada, cultural, legal, y sobre todo popular. Esta vez no hay líderes carismáticos. Hay huelgas de hambre. Hay marchas. Hay acciones colectivas en las universidades, en los campos de refugiados, en los barrios empobrecidos de Cisjordania y en las ciudades del 48. Hay conciencia.
Y hay una verdad brutal: el Estado israelí ha perdido el relato. Ya no le funciona la propaganda de “defensa propia”. Las atrocidades son demasiado explícitas, las víctimas demasiado visibles, el silencio occidental demasiado ensordecedor. Las universidades se rebelan. Las calles se llenan. El prestigio de las FDI se resquebraja. Incluso en círculos judíos internacionales empieza a romperse el muro del miedo. Lo que fue impensable hace una década —una conferencia judía antisionista en la casa de Theodor Herzl— hoy es un hecho.
En Cisjordania, durante años, la protesta popular fue neutralizada por la ANP mediante la represión directa o la colaboración con las fuerzas israelíes. Pero eso también se está erosionando. La huelga de hambre lanzada por líderes del 48 ha sido imitada por figuras palestinas en Ramala. Y no es un gesto simbólico: es una acusación política contra quienes han convertido la ocupación en negocio.
La población palestina ha comprendido que esperar una solución externa —ya sea militar, diplomática o institucional— es una trampa. La vía es otra: desobedecer, resistir, organizarse, vivir. Ni cohetes, ni acuerdos. Comunidad, memoria, territorio y revuelta. Eso es lo que se juega ahora.
En 2021 hubo una revuelta popular real. Pero fue saboteada por la militarización de la respuesta. Israel la utilizó como excusa para justificar más bombardeos, más detenciones, más impunidad. Hoy se ha aprendido esa lección. Hoy la resistencia es civil, es masiva, y es dolorosamente lenta. Pero no retrocede.
La historia se escribe desde abajo, no desde los despachos. Y eso es precisamente lo que más teme el sionismo: que la lucha palestina se vuelva incontrolable porque ya no depende de partidos, milicias ni ONG. Depende de la gente. De quienes hacen huelga. De quienes marchan. De quienes escriben. De quienes simplemente deciden seguir siendo.
En Gaza, Israel intenta matar lo que no puede dominar. En Cisjordania, la ANP intenta silenciar lo que no puede entender. Pero en Sakhnin, en Ramala, en Jenín, en Jaffa, en el Naqab… la semilla está brotando. Y es la misma que florece en Nueva York, en Bogotá, en Estambul, en Berlín o en Madrid.
La revuelta no ha dicho su última palabra. Y tampoco necesita decirla. Porque cuando un pueblo se levanta sin armas, lo hace para que no quede duda de quién dispara y quién se defiende.
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