La maquinaria mediática israelí convierte la solidaridad en crimen, mientras bloquea hasta el arroz para una población que sobrevive al borde de la inanición.
DE GRETA THUNBERG A PORTAVOCES DE HAMÁS: EL DELIRIO DE ISRAEL
El ministro israelí de Exteriores, Israel Katz, no se anda con matices: Greta Thunberg es “antisemita” y quienes viajan en la Flotilla de la Libertad son “portavoces de Hamás”. Es la última pirueta propagandística de un Gobierno que lleva meses tratando de justificar ante el mundo su asedio sistemático a la población civil de Gaza.
El episodio más reciente: el abordaje del Madleen, un barco con arroz, medicinas, material sanitario y activistas de derechos humanos —entre ellas, la propia Thunberg—. El navío fue interceptado por soldados israelíes en aguas internacionales y desviado a puerto israelí. Los pasajeros fueron calificados de “amenaza” y el envío de alimentos, de “apoyo al terrorismo”.
El propio Katz lo dejó claro en redes sociales: “No permitiremos que se establezca un apoyo propagandístico a Hamás bajo la falsa apariencia de ayuda humanitaria”. Así, sin pruebas, sin vergüenza.
La táctica es conocida: cuando no puedes justificar un bloqueo que viola el derecho internacional —el artículo 54 del Protocolo I de los Convenios de Ginebra prohíbe explícitamente atacar medios indispensables para la supervivencia civil—, conviertes en enemigo a quien denuncia tu crimen.
Por eso se ataca a Greta Thunberg. Porque el símbolo de una joven con millones de seguidores, embarcada en un barco que lleva alimentos a una población famélica, es infinitamente más peligroso para el relato oficial que cualquier comunicado de Hamás.
Israel no teme al arroz ni a las medicinas. Teme la imagen que revela su propia brutalidad.
CRIMINALIZAR LA SOLIDARIDAD, BLINDAR EL BLOQUEO
Lo que está en juego no es solo el control militar de Gaza. Es el control del relato global. Y para eso, cualquier acto de desobediencia civil internacional debe ser convertido en delito.
La Flotilla de la Libertad —que ya en 2010 sufrió el asalto letal al Mavi Marmara— ha vuelto a poner en evidencia que el bloqueo israelí no es un simple embargo: es un instrumento de guerra contra la población civil. La ONU lo ha denunciado repetidamente, y los informes de organizaciones como Human Rights Watch o Amnistía Internacional lo documentan de forma exhaustiva.
Israel, en cambio, se aferra a un discurso cínico: todo lo que entre en Gaza fuera de su control es “apoyo al terrorismo”. De ahí la necesidad de demonizar no solo a las flotillas, sino a cualquier voz disidente. Desde el secretario general de la ONU hasta actores, artistas o, ahora, una activista medioambiental.
El mensaje es nítido: no se puede ayudar a Gaza sin ser acusado de colaborar con Hamás. No se puede pedir el fin del asedio sin ser tildado de antisemita. No se puede denunciar los crímenes de guerra sin ser blanco de campañas de difamación.
Israel sabe que esta criminalización de la solidaridad internacional tiene un doble efecto: intimida a posibles apoyos y normaliza el castigo colectivo. Si quien lleva alimentos es un terrorista, todo vale para impedir que lleguen.
Mientras tanto, en Gaza, más de la mitad de la población sufre hambre aguda. Los hospitales se quedan sin medicamentos básicos. El acceso al agua potable es un lujo. Y el Madleen llevaba precisamente eso: arroz, medicinas, agua, dignidad.
Eso es lo que Israel no puede permitir: que se rompa el cerco, aunque sea simbólicamente.
¿POR QUÉ TEMEN TANTO A UN BARCO CON ALIMENTOS?
El temor no es militar. No es estratégico. Es profundamente político.
Cada vez que una flotilla zarpa, que una figura pública se embarca en ella, que una parte del mundo mira hacia Gaza y se pregunta por qué se bloquea hasta la harina o los pañales, el relato de Israel se resquebraja.
El Gobierno israelí puede bombardear, puede vetar periodistas, puede chantajear con el acceso a ayuda humanitaria. Pero no puede frenar la imagen de una joven sueca sentada en cubierta, rodeada de sacos de arroz, desafiando al Estado que se pretende impune.
Por eso la furia contra Thunberg. Por eso las etiquetas de “antisemita”, de “cómplice de Hamás”, lanzadas con tal histeria. Porque saben que el verdadero peligro es otro: que la opinión pública global vuelva a preguntarse quién bloquea a quién, quién mata a quién, quién viola qué leyes.
Ese es el temor. Y esa es la grieta que las flotillas —con todos sus límites— vuelven a abrir.
Israel puede desviar un barco, pero no puede impedir que el mundo vea lo que transportaba. Ni los informes de organizaciones como Human Rights Watch y Amnistía Internacional lo documentan con rigor: privar a una población entera de alimentos, agua potable, medicinas y combustible es un crimen de guerra.
Por eso Israel no puede permitirse que la imagen de un barco cargado de ayuda y encabezado por una figura internacional como Greta Thunberg llegue a puerto palestino. Sería una derrota simbólica de primer orden. Y en las guerras del siglo XXI, el relato pesa tanto como las bombas.
De ahí la estrategia de criminalización. Si llevas alimentos a Gaza, eres un terrorista. Si denuncias el genocidio, eres antisemita. Si te solidarizas con la población palestina, eres cómplice de Hamás. Un marco discursivo diseñado para desactivar cualquier apoyo internacional y blindar la impunidad israelí.
El problema para Israel es que este marco hace aguas. La imagen de un barco interceptado en alta mar, con civiles desarmados que portaban ayuda básica, ha dado ya la vuelta al mundo. Y por más etiquetas que se arrojen sobre Thunberg o sobre la flotilla, hay algo que millones de personas comprenden de forma instintiva: los poderosos están intentando impedir que llegue arroz a un pueblo que está muriendo de hambre.
POR QUÉ ISRAEL TEME A UNA ACTIVISTA Y A UN BARCO CON ALIMENTOS
Porque la narrativa oficial se resquebraja. Porque las imágenes de Gaza —niñas y niños esqueléticos, hospitales bombardeados, supervivientes bebiendo agua contaminada— desmontan el mito de la guerra quirúrgica y del autodefensa legítima.
Porque cada barco interceptado muestra que, detrás del blindaje militar y del bloqueo naval, se esconde una política deliberada de sometimiento por hambre, como han denunciado tanto la ONU como el Tribunal Internacional de Justicia en sus recientes dictámenes.
Y porque figuras como Greta Thunberg —que no militan en partidos, que no pueden ser reducidas a “enemigas del Estado”— hacen aún más evidente el carácter criminal del bloqueo. Si hasta las jóvenes activistas ecologistas deben ser demonizadas, ¿qué credibilidad queda en la retórica israelí?.
Por eso Israel teme tanto a esta flotilla. No porque vaya a cambiar la situación militar, sino porque la expone. Porque en un mundo saturado de propaganda, un pequeño barco con arroz y una joven activista pueden hacer más por la verdad que mil comunicados ministeriales.
Y mientras los drones siguen bombardeando campos de refugiadas, mientras las agencias de la ONU advierten de que el 80 % de la población de Gaza está en riesgo de inanición, el Gobierno israelí emplea su artillería mediática contra un barco de ayuda.
Así funciona la maquinaria del poder cuando la humanidad se convierte en obstáculo.
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