Un beso que según él no importaba, pero que le ha llevado al banquillo
Luis Rubiales sigue en su particular huida hacia adelante. Dos años después del beso no consentido a Jennifer Hermoso, el expresidente de la Real Federación Española de Fútbol intenta reescribir la historia desde el banquillo de los acusados. Con cada palabra, con cada intento de justificación, su relato se tambalea. Primero fue «un piquito», después «un besito». Primero lo negó todo, luego admitió un error. Pero, ¿cuál es exactamente el fallo que reconoce? No el beso, no la falta de consentimiento, sino no haber estado «a la altura» de su cargo. Una estrategia tan burda como predecible: convertir una agresión sexual en un simple desliz protocolario.
NO ERA «UN PIQUITO», ERA UNA IMPOSICIÓN
Rubiales aseguró ante la Audiencia Nacional que preguntó a Hermoso si podía darle un «besito» y que ella consintió. La fiscal Marta Durántez le recordó que en su primera versión habló de «piquito». Aquella insípida defensa con la que intentó minimizar el gesto se vuelve ahora contra él. Porque Jennifer Hermoso no dejó lugar a dudas en su declaración: no hubo preguntas, no hubo opciones, hubo un acto forzado. El expresidente la sujetó por la cabeza y le impidió apartarse. Un abuso de poder disfrazado de celebración.
Su estrategia defensiva también se tambalea en otros frentes. Hace dos años se jactó de su «naturalidad» y de que «así es él», pero ahora se parapeta en la confusión y el olvido. Dice que no recuerda si dijo «piquito» o «besito», pero lo cierto es que su discurso se desmorona cada vez que intenta reconstruir la escena a su conveniencia. Su defensa se sostiene en una falacia: que el consentimiento puede ser retroactivo o, peor aún, que un gesto impuesto pueda ser justificado por la emoción del momento. Ninguna euforia justifica una agresión. Ninguna victoria permite ignorar el consentimiento.
UNA DISCULPA VACÍA QUE NO CONVENCE
Rubiales también ha intentado vender un falso arrepentimiento. «Me equivoqué», repite ahora. Pero la fiscal ha desmontado rápidamente esa farsa: cuando tuvo la oportunidad de pedir perdón, se enrocó en la soberbia. No lo hizo en la rueda de prensa que organizó en agosto de 2023, donde con un aplauso cómplice de sus afines bramó que no iba a dimitir. No lo hizo en sus primeras entrevistas, donde habló de una «caza» contra él. No lo hizo cuando minimizó el hecho, cuando intentó desacreditar a Hermoso, cuando dijo que «no pasaba nada».
Su «error» no es haber besado sin consentimiento, sino haberlo hecho en público, con cámaras delante. Lo que le molesta no es el daño causado, sino las consecuencias judiciales.
Su otra gran línea de defensa ha sido el recurso a la «espontaneidad». «Me comí a besos a un montón de futbolistas», declaró en el juicio. Pero la fiscal le preguntó lo evidente: ¿ha hecho lo mismo con algún jugador masculino en una final de fútbol? No, nunca. Su explicación, que lo haría «dependiendo del contexto y la relación», no hace sino evidenciar su incoherencia. La euforia no es excusa, la costumbre no es justificación y la comparación con sus hijas resulta grotesca.
EL PROTOCOLO EXISTÍA, RUBIALES LO IGNORÓ
En junio de 2023, la Federación aprobó un protocolo contra el acoso. Rubiales lo conocía, pero ahora intenta relativizarlo. Dice que se hizo «deprisa y corriendo», que «se iba a mejorar». Pero lo cierto es que ese documento ya contemplaba los «besos forzados» como una forma de violencia. Si aquel protocolo nunca se aplicó, fue porque el machismo institucional lo permitió.
Hermoso ha contado que nunca fue informada de la existencia de ese protocolo. Lo que sí se activó, sin embargo, fue una campaña de presión en su contra. Desde la Federación intentaron forzarla para que grabara un vídeo justificando a Rubiales. Cuando se negó, comenzaron las coacciones. Cuando denunció, se inició la estrategia del descrédito. Lo que estaba en juego no era solo su testimonio, sino el intento de blindar la impunidad de un sistema que protege a los poderosos.
Luis Rubiales se sienta hoy en el banquillo no porque la justicia haya cambiado, sino porque el silencio cómplice ha sido roto. Su relato se desmorona porque la verdad es más fuerte que sus contradicciones. Y aunque intente minimizarlo, el beso que «no tenía importancia» ha cambiado el fútbol para siempre.
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