Cuando el viento mueve millones, pero no derechos
Javier F. Ferrero
EL NEGOCIO VERDE, LAS MANOS ROTAS
La fábrica de palas eólicas de Vestas en Daimiel no es cualquier taller de provincia: es un nodo esencial en la cadena de producción de la industria “verde” europea. Pero como tantas veces en el capitalismo del greenwashing, lo que es sostenible para el planeta no lo es para quienes lo construyen con sus cuerpos. El 22 de mayo comenzó la primera de las cuatro jornadas de huelga convocadas por los trabajadores y trabajadoras, hartas de poner el esfuerzo mientras se les recorta la salud.
No exigen subidas salariales escandalosas. Piden condiciones dignas para no acabar lesionadas, quemadas o despedidas por enfermar. El seguimiento fue masivo: más del 90% secundó el paro en el turno de mañana, según Comisiones Obreras. Una cifra que dice mucho más que cualquier comunicado empresarial.
Porque el conflicto no ha estallado de la nada. Ya venían arrastrando paros parciales y movilizaciones, ante el deterioro constante de la prevención en los puestos de trabajo, el incumplimiento sistemático de acuerdos y una dirección más preocupada por los plazos de entrega que por las vértebras rotas de su plantilla.
Vestas presume de ser líder en renovables, pero trata a su plantilla como material desechable. En lugar de reforzar las medidas de salud laboral, externaliza servicios y precariza condiciones. En lugar de sentarse a negociar, juega al desgaste. Mientras los fondos de inversión celebran sus dividendos en Copenhague, en Daimiel se revienta el lomo por un convenio que nadie respeta.
VESTAS: VERDE POR FUERA, NEGRURA POR DENTRO
La hipocresía tiene marca registrada. Vestas Wind Systems A/S —multinacional danesa con más de 25.000 trabajadores en el mundo— se vende como pionera de la transición energética. Pero el caso de Daimiel es un recordatorio brutal de que la llamada economía verde también puede ser explotación disfrazada de sostenibilidad.
El mensaje es claro: se puede contaminar menos y explotar igual. Porque cuando se permite que los fondos de inversión y los consejos de administración marquen la agenda ecológica, lo primero que desaparece es la justicia laboral. Las promesas de empleos verdes se convierten en turnos extenuantes, sueldos congelados y enfermedades invisibilizadas.
La plantilla no lo aguanta más. Exige garantías reales de salud, cumplimiento de convenios, y sobre todo, respeto. No se puede hablar de futuro si quienes lo construyen no tienen presente.
Pero las y los trabajadores no están solas. Han empezado a recibir apoyos de otros sectores, sindicatos, plataformas sociales y vecinos de Daimiel. Porque aquí no se protesta solo por una fábrica: se defiende la dignidad de toda una comarca condenada a elegir entre el paro o la sumisión.
Y mientras tanto, silencio desde las instituciones. Ni una palabra del Gobierno regional, ni del Ministerio de Industria, ni del flamante Comisionado para la Transición Justa. Será que cuando hay que mojarse por quienes luchan, la sostenibilidad se vuelve invisible.
Los mismos que colocan placas solares en sus discursos, apagan las luces cuando hay huelga.
En Daimiel, la clase obrera ha dicho basta. Y ha empezado a gritar donde más duele: en la producción.
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