Por Iván Igea Durán – Muévete a tu bola Podcast
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“Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,
pero mi verso brota de manantial sereno;
y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina,
soy, en el buen sentido de la palabra, bueno”
Llevo escuchando este verso desde que tengo uso de razón. Mi padre, seguidor incondicional de Serrat, seguro que adquirió el disco en el que el cantautor catalán puso música a los mejores poemas de Antonio Machado en el mismo momento de su publicación en 1976. Teniendo en cuenta que yo nací en 1979, supongo que, desde que estaba en el vientre de mi madre, ya resonaban los acordes y los versos de esta canción a través del líquido amniótico en el que residí diez meses (sí, estaba ahí muy a gusto). Pero donde realmente tengo conciencia de escucharla por primera vez, era en el cuatro latas de la familia, en los viajes interminables a Lugo en verano, por aquellas carreteras de doble sentido y esos puertos sin quitamiedos en los que te tenías que mantener distraído para no mirar hacia el precipicio. Ahí comencé a tomar conciencia de algunas letras, tal vez con cinco o seis años, y me costaba comprender que alguien tuviera la osadía de definirse a sí mismo como BUENO. Ya desde muy pequeño, rondaba en mí la idea de que a uno le definen los demás, y que hablar bien de uno mismo era pecado. De hecho, es uno de los siete pecados capitales, la soberbia.
Pero además, en mi forma de entender el mundo, en mi cosmovisión, ser bueno era la base de todo comportamiento. Ser bueno era, no solo lo que esperaba mi entorno de mí, sino lo que yo esperaba de mí mismo. Tengo la capacidad (que algunos consideran asombrosa) de poder recordar con nitidez algunos pasajes de mi infancia. Una vez en la guardería, tendría yo quizás tres años, le quité a una niña un juguete de la mano. La niña entonces se puso a llorar y apareció la profesora. Ésta se agachó y preguntó qué pasaba. La niña señaló el juguete, y la profe preguntó “Pero ¿quién tenía el juguete?”, y los dos respondimos al unísono “¡Yo!”. Mentira cochina, lo tenía ella y yo se lo había quitado. Pero lo curioso es que, al instante, me dio una punzada en el estómago. Ese cosquilleo que provoca quizás la química del cerebro haciendo su función ante el riesgo, el peligro, la incertidumbre… ¿La culpa? Algo actuó en mí para alertarme o avisarme de que la empatía que debía actuar de forma natural ante el llanto de la compañera había sido secuestrada por el egoísmo de querer obtener el juguete por la fuerza y, sobre todo, por haber mentido de manera automática para no querer asumir mi responsabilidad o un posible castigo. No sé si toda esta montaña rusa de emociones que perdura en mí más de cuarenta años es fruto natural de la esencia humana (que se corrompe y pervierte en el sálvese quien pueda social), o es tal vez que yo sin saberlo ya estaba en cierto modo “adoctrinado” por el concepto de culpa cristiano que es lo que según Nietzsche se debe superar para llegar al Super Hombre (el juguete lo quiero y lo cojo porque soy más fuerte).
Algunos pensarán que la ley del más fuerte es lo justo mientras no venga otro más fuerte y seas tú el que pierde el juguete. En este caso, querríamos unas normas que amparen a la comunidad y no conviertan esto en una escalada de agresiones por obtener el juguete que perfectamente se podía haber compartido. Y es que la justicia social, sea un anhelo innato del ser humano o un convencionalismo autoimpuesto en el camino de alcanzar una sociedad más pacífica, es un gran invento para garantizar la convivencia. Ese pinchazo que me dio en el estómago me invita a suponer que el ser humano, a pesar de responder a unos impulsos primarios egoístas que nos garantizaban la supervivencia en la jungla, lleva también instalado un disco duro más reciente y dotado de las últimas actualizaciones del sistema: la empatía y la cooperación. Éstas han sido las herramientas más útiles a la hora de sobrevivir en entornos sociales, que son los que han conseguido que los seres humanos sobrevivamos, e incluso nos impongamos (por suerte o por desgracia), como especie.
Porque la justicia social consiste en renunciar a ciertos privilegios para garantizar el bienestar de toda la sociedad.
No se me ha olvidado el verso de Machado, aún no he terminado con él, pronto regresaré al asunto. Pero tomar partido en el debate de si el ser humano es bueno o malo por naturaleza no es un tema baladí. Determina rotundamente tu manera de percibir el mundo y tu paso por él, tus acciones y decisiones diarias y, sobre todo y ante todo, tu manera de influir en las generaciones futuras. Esto será así hayas tomado la decisión de procrear o no, ya que como dice Jose Antoni Marina “a los niños les educa la tribu”, y por lo tanto todos influimos de manera determinante cuando educamos a nuestros hijos, o cuando pasamos tiempo con nuestros sobrinos o los hijos de amigos, o cuando entrenas un equipo de categorías base de cualquier deporte, o cuando formas a un becario en tu empresa, o cuando sales en un medio de comunicación debatiendo sobre cualquier asunto, o cuando escribes un artículo de opinión. Solo con que una persona pueda leerlo y resultar influida, ya tienes una responsabilidad en el rumbo de las decisiones que nos encaminen a escenarios de mayor convivencia y pacifismo. Más aún si puedo conseguir mis intereses por medio de la superioridad física, social, económica, política o militar, o en escenarios en los que la guerra traiga la paz por medio de una victoria del más fuerte y la subordinación de la mayoría ante el miedo a la represión. Porque la justicia social consiste en renunciar a ciertos privilegios para garantizar el bienestar de toda la sociedad. Puede que esto sea satisfactorio de por sí (como es mi caso), o puedes pensar que te beneficia porque evitará que te quitan por la fuerza lo que otros necesitan para sobrevivir.
Algunos pensarán que estoy llevando la reflexión a un plano muy profundo y otros pensaréis que solo estoy haciendo gala de argumentos tremendamente obvios y simplones, pero creo que ambos juicios son correctos y compatibles, ya que una de las lecturas que más me impactó en mi llegada al mundo laboral, tras constatar que el mundo adulto no me iba a ofrecer la trascendencia filosófica que yo le suponía en mi infancia, fue el relato de Robert Fulghum “Todo lo que tenía que saber de la vida, lo aprendí en la guardería”, que escuché a mi tía Alicia, maestra y pedagoga, en el cierre de curso del cole de sus hijos. Lo comparto aquí:
“Todo lo que hay que saber sobre cómo vivir, qué hacer y cómo debo ser, lo aprendí con mis primeras maestras. La sabiduría no estaba en la cima de la montaña, en el instituto, en la universidad, sino allí, a los pies del tobogán, en la arena. Estas son las cosas que aprendí:
- Compártelo todo.
- Juega limpio.
- No pegues a la gente.
- Vuelve a poner las cosas donde las encontraste.
- Pide perdón cuando lastimes a alguien.
- Lávate las manos antes de comer.
- Las galletitas calientes y la leche fría son buenas.
- Vive una vida equilibrada: aprende algo y piensa en algo, dibuja, pinta, canta, baila, juega y trabaja cada día un poco.
- Duerme la siesta todas las tardes.
- Cuando salgas al mundo, ten cuidado con el tráfico, sujétate de las manos de los adultos y no te alejes.
- Permanece atento a lo maravilloso.
- Recuerda la pequeña semilla en el vaso: las raíces bajan, la planta sube y nadie sabe realmente cómo ni por qué, pero todos somos así.
- Los peces de colores, los hamsters y los ratones blancos e incluso la pequeña semilla del vaso, todos mueren. Y nosotros también.
- Y entonces recuerda una de las primeras palabras que aprendiste, la más grande de todas: mira.
- Todo lo que necesitas saber está allí, en alguna parte.
- La Regla de Oro: el amor y la higiene básica.
- La ecología y la política, la igualdad y la vida sana.
Toma cualquiera de estos principios, tradúcelo en términos adultos sofisticados y aplícalos a tu vida familiar o a tu trabajo, a tu país o a tu mundo, y se mantendrá verdadero, claro y firme.
Piensa cuánto mejor sería el mundo si todos -todo el mundo- tomásemos galletitas con leche cada tarde y después nos acurrucáramos en nuestras mantas para dormir la siesta.
O si todos los gobiernos tuviesen como política básica volver a poner las cosas donde las encontraron y limpiar lo que ensuciaron”
Si eres de los que piensa que se puede caminar por la vida y “triunfar” conservando la esencia de los valores más básicos que aprendiste en la infancia, serás calificado de BUENISTA.
Efectivamente, las normas de convivencia y los principios básicos de la vida y la naturaleza se aprenden muy pronto y con eslóganes muy sencillos. A partir de ahí y con el paso de los años, lo complicamos todo y lo pervertimos con el único fin, desde mi punto de vista, de arrimar el ascua a nuestra sardina. Es decir, retorcemos los principios fundamentales en los que podríamos estar de acuerdo prácticamente todos los países, todas las culturas y todas las religiones, para justificar el no cumplirlos en base a nuestros intereses personales asociados al poder económico, ideológico o de clase. Pero después volveremos a mirar hacia la infancia y reconoceremos que esos valores son los adecuados y que deben ser enseñados y respetados, mientras que probablemente vuelvas a tu vida de adulto envuelto en el torbellino de la supervivencia en el sistema capitalista, y justifiques día a día la necesidad de jugar sucio porque el fin justifica los medios. Si eres de los que piensa que se puede caminar por la vida y “triunfar” conservando la esencia de los valores más básicos que aprendiste en la infancia, serás calificado de BUENISTA.
“Soy, en el buen sentido de la palabra, bueno”, decía Machado en su autorretrato. Pero ¿Qué quiere decir con “en el buen sentido de la palabra”? ¿Acaso hay algún mal sentido en la palabra BUENO? ¿Por qué tiene que hacer esa puntualización? ¿Acaso es solo para que le cuadre el verso? La clave me la dio un profesor de literatura que tuve en el instituto. Se llamaba Ramón Asquerino, un hombre que me aprobó poco, pero me transmitió mucho. Me transmitió su absoluta pasión por su oficio, enseñar literatura. A veces era calificado de estricto, otras veces de extravagante, pero a mí me impactó a pesar de encontrarme sumido en una época de absoluto desinterés, desencanto y escepticismo respecto al sentido del sistema educativo y la vida en general. La adolescencia, vamos. Eso que no sé quién decía que se curaba con la edad y a unos les trastoca más que a otros. Pues a mí me tenía todo el día en las nubes y este profesor me bajaba de vez en cuando para enseñarme que, si quieres impactar en el oyente, ante todo tienes que sentir lo que dices. Y una duda que me resolvió fue el verdadero significado de este verso de Machado. Decía que el significado de “soy, en el buen sentido de la palabra, bueno” era tan sencillo como que “SOY BUENO, PERO NO TONTO”.
Si el precio para que en España paguemos unos céntimos menos en el gasóleo son medio millón de víctimas civiles en Irak, prefiero ir en bicicleta. Llámame buenista.
“De lo bueno que eres, eres tonto”, “no se puede ver siempre la parte buena de todo el mundo”, “O estás conmigo o estás contra mí”, “Si él pudiera acabaría contigo y sin embargo tú le defiendes”, son algunas frases típicas que recibo cuando en diferentes situaciones he tenido que intervenir en alguna decisión o cuando sencillamente he opinado sobre aspectos de la vida o del debate político-social de turno. También me han espetado el típico “Vives en los mundos de Yupi”, o “eres un Pitufo”. Según el contexto recibiré el reproche, porque es un reproche, con simpatía o con cierta furia interna. Los años me han ido enseñando a ser asertivo, y poder hacer ver que mi inclinación por el buenismo (que por cierto, también me lo dicen como un insulto cariñoso, pero insulto), es un acto de pragmatismo. Claro que sé distinguir entre el bien y el mal. Y claro que he asumido que el mal existe. Claro que sé diferenciar quién merece toda mi empatía y quién merece todo mi reproche. Y llegado el caso extremo, sé perfectamente por quién debería dar la vida si fuera necesario. Pero también he podido otear en los ejemplos de la historia y es un hecho objetivo que prácticamente todos los conflictos que han supuesto un enfrentamiento armado regado de víctimas inocentes, han terminado por resolverse con cesiones por todas las partes y han propiciado un escenario de mayor bienestar que el previo. Como dijo Erasmo de Rotterdam “La paz más desventajosa es mejor que la guerra más injusta”.
Pienso que los que después de mucho tiempo de conflicto siguen enquistados en alargarlo antes que ceder alguna posición con tal de solucionarlo, es porque en realidad tienen más interés en el conflicto en sí que en las ventajas que supuestamente dicen perseguir. El caso más claro y más cercano es el de E.T.A. en España. En febrero de 2020 el ex ministro de Asuntos Exteriores Jose Manuel García Margallo, confesó en La Sexta que una dirigente del PP vasco le había reconocido en 2015, tras la baja afluencia en un mitin, que “desde que no nos matan no tenemos proyecto”. Esta frase es toda una declaración de intenciones sobre el rumbo que tomaría el partido a partir de entonces, que fue volver a sacar a la palestra una y otra vez a la infame banda terrorista para que su solo nombre siguiera infundiendo en la sociedad el terror que habían dejado de provocar sus pistolas. El presidente que llevó a cabo las conversaciones que dieron con el final de la banda fue Zapatero, y fue acusado por el PP de traicionar a las victimas por querer dialogar con la banda. Quizás la mayor traición hubiera sido sobre las víctimas futuras si no hubiera hecho lo necesario por acabar con los asesinatos. Seguro que habéis escuchado más de una vez a tertulianos de la derecha catalogar a ZP de buenista. Sí, también le llamaron buenista cuando retiró las tropas de Irak y nos sacó de una guerra ilegal (si es que se puede pensar que hay alguna guerra que lo sea), ya que estos mismos tertulianos defendían que participar en una guerra de la mano de dos grandes potencias como Estados Unidos y Gran Bretaña ponía a España sobre el mapa y nos hacía subir un peldaño en nuestra influencia internacional. Según esta lógica es buenista poner por encima los Derechos Humanos y considerar que no se puede invadir un país con falsas acusaciones frente a provocar medio millón de víctimas (en su inmensa mayoría civiles), sólo por influir en los intereses estratégicos comerciales de grandes potencias a cambio de fumarse un puro con los pies encima de la mesa en un rancho de Texas. Ana Palacio, que era la ministra de Asuntos Exteriores de aquel gobierno de Aznar, declaró el 24 de marzo de 2003 tras el inicio de la guerra de Irak que “Las bolsas han subido y el petróleo ha bajado. Ya los ciudadanos pagan unos céntimos menos por la gasolina y el gasóleo. Eso son datos”. Si el precio para que en España paguemos unos céntimos menos en el gasóleo son medio millón de víctimas civiles en Irak, prefiero ir en bicicleta. Llámame buenista.
“En esta noche que me cubre,
negra como el abismo,
doy gracias a los dioses que puedan existir,
por mi alma inconquistable.
En las circunstancias que me sujetan cruelmente,
no muestro dolor, ni lloro en alto.
golpeado por el destino,
mi cabeza sangra, pero se mantiene erguida.
Más allá de este lugar de ira y lágrimas,
me esperan los horrores de las sombras,
sin embargo, la sombra más allá,
me encuentra y me encontrará sin miedo.
No importa lo estrecha que sea la puerta,
no importa el castigo del más allá,
Soy el amo de mi destino,
Soy el capitán de mi alma”
Qué fortaleza moral se ha de tener para pensar en lo mejor para tus ciudadanos más allá de vivir veintisiete años de una cruel injusticia.
Este poema de William Ernest Henley se hizo mundialmente conocido gracias a la película “Invictus”. Era el poema que tuvo escrito en un papel Nelson Mandela durante los veintisiete años de reclutamiento que sufrió por ser considerado un peligroso terrorista, cuando el realmente era un abogado pacifista profundamente inspirado por el ejemplo de Mahatma Ghandi. Mandela promovía boicots, o Campañas de desafío a Leyes Injustas. Pero su poder de convicción y carisma preocuparon a los mandatarios blancos. En 1953 instaló el primer estudio de abogados negros en Sudáfrica y eso ya fue suficiente motivo para ser encarcelado varias veces en el ejercicio de su profesión. Simplemente porque la defensa de los derechos de los negros ya era considerada como una alteración del orden y en consecuencia como terrorismo. Aunque no hubieran llevado a cabo ni un solo acto violento. Le soltaban con la promesa de que no volviera a participar en actos políticos, pero volvía preso nuevamente porque Mandela desobedecía toda ley injusta. Tras años de lucha y exilio, fue detenido y condenado a cadena perpetua en una celda de dos por dos, durmiendo sobre una esterilla y haciendo sus necesidades en una palangana. Este poema le ayudó a sobrellevar el encierro y tras veintisiete años de encierro injusto por luchar contra la opresión del gobierno racista y colonialista, llegó a presidente y consiguió el final del apartheid de la forma tan ejemplar que narra la película de Clint Eastwood, y que llevó a Mandela a recibir el premio Nobel de la Paz en 1993. Lograr pacificar y cohesionar a un país sin disturbios ni revancha, a buen seguro que le llevó a ser catalogado por propios y extraños como buenista. Pero qué fortaleza moral se ha de tener para pensar en lo mejor para tus ciudadanos más allá de vivir veintisiete años de una cruel injusticia. Me subo al carro de su ejemplo buenista.
Más desgarrador aún es el relato de Viktor Frankl en el libro “El Hombre en Busca de Sentido”, quien estuvo recluido en un campo de concentración Nazi y vio cómo asesinaban a toda su familia. Como psicólogo, sabía que necesitaba una misión vital para no rendirse y dejarse morir como muchos otros presos, y él la encontró en la escritura de este libro. Una de las anécdotas que más me impactó (dentro de los terribles relatos que os podéis imaginar) fue sobre unos presos liberados por un campo de trigo. Según parece, este grupo caminaba por una carretera y para acortar quisieron atajar pisando el trigo. Algunos se lo reprocharon y éstos les contestaron que era increíble que después de haber sufrido toda clase de atrocidades en sus carnes, pensaran en el daño que podían sufrir unos campos de trigo. Para Frankl, estaba claro: el hecho de haber sido víctima de cualquier tipo de injusticia no te puede dar carta blanca para que tú actúes mal.
Siempre han existido los ejemplos de pueblos que han sabido coexistir, y ciudadanos que han disfrutado de la amplitud de miras que te ofrece el mestizaje.
Este sin duda será visto como un pensamiento buenista. Pero si cundiera más el ejemplo de los buenistas, quizás hoy no tendríamos a un gobierno radical Sionista cometiendo un genocidio sobre víctimas inocentes en Gaza bajo el pretexto de que antes fueron ellos las víctimas de una cruel injusticia. Los buenistas deben dar un golpe en la mesa y señalar a los “malistas”, que son las élites militares, políticas y económicas a las que les interesa el conflicto en sí y no la resolución de los mismos, porque es el conflicto lo que les enriquece y lo que hace que los ciudadanos decentes terminen por polarizarse y radicalizarse, viendo en el de enfrente un enemigo a exterminar, en lugar de seres humanos con los que convivir y enriquecerse gracias al intercambio cultural. Siempre han existido los ejemplos de pueblos que han sabido coexistir, y ciudadanos que han disfrutado de la amplitud de miras que te ofrece el mestizaje. Aprobar miles de millones de ayudas en armamento para prolongar guerras que finalmente se tendrán que resolver con unas conversaciones de paz y cesiones por todas las partes para evitar más muertes inocentes, es un acto cruel e interesado.
Pedir que cesen los conflictos y ante todo la deshumanización entre los diferentes, empezando por nosotros mismos en nuestros entornos más cercanos, con nuestros vecinos de edificio, con los del barrio de enfrente, con los del pueblo de al lado, con el familiar que vota a un partido distinto o con el desconocido que opina en redes, me ha llevado a que me llamen buenista. Pero a mí me gustaría considerarme más bien, en el buen sentido de la palabra, bueno.
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