En nuestro idioma morderse la lengua significa “contenerse en hablar, callando con alguna violencia lo que quisiera decir”. Lo mismo también se puede expresar con “atarse la lengua”; en Cuba, sujetarse o tragarse la lengua. Tal autocontrol es difícil para los que tienen la lengua larga o muy larga, son ligeros de lengua o simplemente tienen mucha lengua, le dan mucho a la lengua o, no digamos, echan sin tasa la lengua al aire e incurren en el vicio de irse de la lengua, de dejar que se les escape la lengua. Como consecuencia, no es imposible que los tales lenguaraces tengan en algún momento que meterse la lengua en el culo. Es decir (más finamente): morderse la lengua.
He buscado esta expresiva frase hecha para dar título a un libro que trata de dos asuntos de marcada índole política, pero que no son ajenos a la lengua; a la semántica (lo que las palabras significan) y a la pragmática (la relación entre las palabras y los que las usan en circunstancias concretas para entenderse entre sí). La corrección política suscita de suyo el recuerdo de procedimientos lingüísticos comunes como el eufemismo o el circunloquio, y la posverdad atenta contra ese principio básico del contrato implícito que se da entre el que habla y el que escucha: la veredicción (la verdad de lo que se dice). Nos obliga a comulgar con ruedas de molino. A tragar.
Pero no me cabe duda de que posverdad y corrección política representan otros tantos síntomas de época, y que deben ser estudiadas y comprendidas a la luz de los nuevos tiempos que desde el tránsito entre los dos milenios han dado lugar a una nueva sociedad globalizada de la información y la comunicación, resultante de una profunda transformación debida sobre todo al desarrollo de la tecnología digital: la Galaxia Internet.
Así, la posverdad obedece a los designios de una sociedad marcada por la quiebra de la Racionalidad y el rechazo indiscriminado hacia todo lo que representó en la Historia el Siglo de las Luces. Rosi Baidotti, inspirándose expresamente en Derrida y Foucault, se declara en Lo posthumano firme defensora del “postantropocentrismo posthumanista”, y denuncia algunos de los presupuestos fundamentales de la Ilustración, entre ellos la idea del progreso de la humanidad “a través del uso autorregulador y teleológicamente orientado de la razón y la racionalidad científica laica”.
Sectarismo puritano en los campus de EE. UU.
Se da, por otra parte, una circunstancia de excepcional motivación para mí. Me refiero a que es unánimemente reconocido por todos los que se han ocupado de la corrección política que su origen estuvo en los campus norteamericanos a partir de los años ochenta del pasado siglo. Desde ellos, descritos de manera implacable por el historiador chileno Alfredo Jocelyn-Holt como lugares doctos pero asediados por un sectarismo puritano procedente, sobre todo, de departamentos de Humanidades en franca decadencia, la corrección política se ha extendido a modo de un virus implacable al conjunto de la sociedad dentro y fuera de los Estados Unidos, inficionando la información, las relaciones personales y profesionales, la creación y las expresiones artísticas incluso.
Pero soy de la idea, y en mi libro procuro justificarla, de que la posverdad tampoco es ajena a esa influencia de la Universidad. Cierto que el presidente Donald Trump se convirtió en el catalizador ecuménico de la post-truth, de la que oficiaba como sumo sacerdote gracias a la catarata diaria de sus tuits y de sus declaraciones públicas en las que, desde su toma de posesión en enero de 2017 hasta su cese a contrapelo, los rastreadores de mentiras políticas han llegado ya a atribuirle más de veinte mil. Pero no puedo por menos que relacionar ese desprecio absoluto hacia la veracidad de los enunciados con el asombroso triunfo intelectual de la llamada French Theory que François Cusset ha estudiado detalladamente en su libro de 2003 sobre las mutaciones de la vida intelectual en Estados Unidos.
Distorsión emotiva de la realidad
Por suerte, la post-truth inglesa ha encontrado sin mayor problema una traducción al español impecable: posverdad. Para definir posverdad se partió de la idea de toda información o aseveración que no se basa en hechos objetivos, sino que apela a las emociones, creencias o deseos del público; como una distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales. La post-truth se nutre básicamente de las llamadas fake-news, nuestros bulos, falsedades difundidas a propósito para desinformar a la ciudadanía con el designio de obtener réditos económicos o políticos.
Yo también soy de la creencia de que la llamada Deconstrucción de Jacques Derrida y las teorías de Foucault, Deleuze y Cia. –como los llama Cusset– son responsables del auge de la posverdad, pues los gurús franceses del “pensamiento débil” destruyeron la solvencia del lenguaje en cuanto portador de sentidos, caricaturizándolo como una algarabía de ecos, un discurso contado por un idiota, lleno de ruido y furia, y que no significa nada, en palabras de Shakespeare (no de Derrida).
La tolerancia represiva
Pero tampoco es ajeno a la Universidad el germen de esa forma de censura perversa que llamamos corrección política. Y el papel de profeta lo desempeña aquí Herbert Marcuse, a través de una línea de su pensamiento iniciada en 1956 con Una crítica de la tolerancia pura. En el desarrollo de sus primeros postulados, Marcuse llegará a formular una teoría resumida en un oxímoron: la tolerancia represiva. En ella está el fundamento ideológico de la actitud coercitiva que desde el ámbito escolar universitario promoverá el salto de la corrección política hacia el conjunto de la sociedad.
Existe para él una tolerancia destructiva que es aquella consentidora de los ataques a la verdad, que cree poseer en exclusiva el que la ejerce. De este modo, se conceden bazas inadmisibles y políticamente incomprensibles a los detentadores de intereses espurios contrarios a la revolución social. Por ello, en el contexto en el que Marcuse se mueve –dedica su alegato a los estudiantes de la universidad de Brandeis en Massachusetts– propone una tiranía educativa que se enfrente a la tiranía de la opinión pública, dominada por agentes reaccionarios.
El ejercicio de esta tolerancia represiva debía partir, como así ocurrió realmente con la corrección política, del sector de la educación, de los estudiantes y profesores universitarios, para convertirse luego en una presión masiva y generalizada antesala de una franca subversión. Sin que Marcuse utilice, hasta donde yo alcanzo, la expresión corrección política, que comenzará a circular poco tiempo después, en su pensamiento militante, enfocado intensamente hacia las comunidades educativas de su país de adopción, está el más claro fundamento de esa forma de tolerancia represiva que llegará a arraigar hasta hoy fuera de los recintos académicos, justificando lo que Ricardo Dudda resume en una frase impactante: “Los censores son hoy los buenos”.
De la corrección a la posverdad
No parece muy probable que Donald Trump haya sido asiduo lector de los filósofos franceses, de Jacques Derrida ni tampoco de Michel Foucault (y lo dudo también en el caso de Marcuse). Pero es evidente la conexión entre este clima de pensamiento posmoderno por ellos propiciado, que tuvo mayor arraigo en los campus universitarios norteamericanos que en Europa, y la posverdad.
La quiebra del racionalismo, el auge del “sentimentalismo tóxico” y la llamada “inteligencia emocional”, caracterizan nuestra “sociedad líquida”, liquidadora del Humanismo (sociedad poshumanista o transhumanista) y de la modernidad ilustrada (el posmodernismo). Una sociedad asimismo deconstructora del discurso en cuanto portador de significados incumbentes y aniquiladora de los “grandes relatos legitimadores”, los recios sistemas de pensamiento e ideología incapaces, al parecer, de resistir al relativismo y el anarquismo epistemológico posmodernos. Y este rubro que lo encumbró en USA no es más que el neologismo eufemístico de Derrida que pretende atemperar la lisa y llana destrucción de Heidegger en la que se inspira.
Este artículo está inspirado en el libro Morderse la lengua: corrección política y posverdad de Darío Villanueva.
Darío Villanueva no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.
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