Mientras los gobiernos se felicitan en las cumbres climáticas, la mayor selva del planeta se desangra en silencio, convertida en mina, rancho y vertedero.
EL PULMÓN QUE YA RESPIRA HUMO
Diez años después del Acuerdo de París, la Amazonía llega a la COP30 en Belén con fiebre alta, los pulmones carbonizados y una etiqueta de precio colgada de cada árbol. La conferencia, celebrada en la puerta misma de la selva, pretende vender esperanza mientras las emisiones globales siguen creciendo y el planeta rebasa los límites que prometió no cruzar.
La selva amazónica —que abarca más de 6,7 millones de kilómetros cuadrados y que alberga el 60% de su extensión en Brasil— ya ha perdido más del 20% de su superficie y otro tanto está degradado. En 2022, desaparecieron 20.000 km² de bosque, el mayor nivel desde 2004. Aunque el nuevo Gobierno brasileño redujo la deforestación a la mitad un año después, el daño ya se ha vuelto estructural: hay zonas que no volverán a regenerarse.
El bosque húmedo que una vez fue un termostato global se está volviendo combustible. En septiembre de 2024 ardieron más de 41.000 focos de incendio, el registro más alto en 14 años. Lo que antes era un sumidero de carbono se transforma ahora en fuente de CO₂. La selva está dejando de absorber para empezar a exhalar.
“Cada vez hay más sequías e incendios. Es la degradación lo que amenaza a la Amazonía”, advertía Paulo Brando, de la Universidad de Yale. Su diagnóstico se resume en una frase: “El bosque está pasando de pulmón a herida abierta”.
Las causas son conocidas: la tala, la ganadería, la soja, la minería ilegal y los proyectos petroleros. El capitalismo verde sigue proclamando que salvará el planeta con coches eléctricos, pero la extracción de tierras raras para fabricar baterías ya está contaminando los ríos de los que dependen miles de pueblos indígenas. Se cambia el petróleo por litio, el humo por mercurio, el extractivismo fósil por el extractivismo “renovable”.
EL CICLO DEL AGUA, ROTO POR EL NEGOCIO
Los científicos lo llaman “ríos voladores”. Son corrientes de humedad que nacen sobre el Atlántico, cruzan la selva y descargan lluvia que alimenta al propio ecosistema. Esa circulación —la respiración de la Amazonía— está hoy interrumpida.
Los bosques talados no evaporan agua. Sin vegetación que retenga la humedad, los ríos voladores se desintegran. Las nubes desaparecen, el calor aumenta, y la selva empieza a parecerse al desierto. El sur de Perú y el norte de Bolivia ya dependen del agua que antes venía del este brasileño. Si Brasil pierde bosque, toda la región pierde lluvia.
Matt Finer, del programa Amazon Conservation, lo describe sin rodeos: “Los mini sistemas de humedad interconectados están rotos. Si muere una parte, muere el todo”.
Ese “todo” incluye la mayor reserva de agua dulce del planeta, con más de 1.100 afluentes del Amazonas. Pero los ríos también se están secando. 2023 fue el año más árido en 45 años y dejó comunidades enteras sin transporte ni pesca.
Mientras tanto, los campamentos mineros multiplican las heridas. El oro y las tierras raras se extraen a golpe de mercurio, devastando la vida acuática y envenenando a las comunidades. La minería no solo destruye: también importa armas, mafias y fronteras invisibles. Las redes criminales cruzan ocho países amazónicos, aprovechando la impunidad de los gobiernos que dicen proteger la selva mientras firman licencias de exploración.
Entre 2022 y 2024 se descubrieron reservas equivalentes a 5.300 millones de barriles de petróleo bajo el suelo amazónico. El capitalismo no conoce el concepto de “zona protegida”. Solo el de “oportunidad”.
La selva amazónica contiene 71.500 millones de toneladas de carbono, el equivalente a dos años de emisiones globales. Si se libera, el planeta perderá su última barrera climática. Pero los líderes mundiales seguirán reuniéndose bajo focos LED para hablar de sostenibilidad mientras el “aire acondicionado de la Tierra” se apaga.
Perder la Amazonía es perder el equilibrio del planeta. Y el mundo ni pestañea.
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