Trump dicta, Rutte obedece y los aliados se arrastran en nombre de una “paz” que se mide en contratos militares.
UNA ALIANZA QUE CONFUNDE DEFENSA CON SUMISIÓN
La última cumbre de la OTAN ha sido un espejo sin filtros: un desfile de ministros obedientes ante un patrón con acento estadounidense. Donald Trump exige que los países aliados compren armas “made in USA” para Ucrania y el secretario general de la Alianza, Mark Rutte, responde con entusiasmo servil. Europa vuelve a arrodillarse, no ante una amenaza militar, sino ante el mercado armamentístico más poderoso del planeta.
El plan se llama PURL (Prioritized Ukraine Requirements List), pero podría haberse titulado Programa de Utilidad para la Industria de Guerra de Estados Unidos. Washington deja de pagar armas a Ucrania y exige que Europa asuma la factura. No se trata de solidaridad con Kiev, sino de un chantaje disfrazado de cooperación.
“Hay que gastar más para conseguir la paz”, dijo el secretario de Defensa norteamericano, Pete Hegseth. Una frase que sintetiza la perversión moral del complejo militar-industrial: el negocio de la guerra convertido en dogma de fe.
De los 32 países de la OTAN, solo la mitad ha aceptado sumarse al plan. Entre quienes se resisten están España, Francia, Italia y Reino Unido. Rutte trató de maquillar el fracaso hablando de “unidad” y “flujo crucial de apoyo”, pero ni siquiera se atrevió a dar cifras. El supuesto éxito quedó reducido a una lista vaga y sin calendario, mientras los países díscolos intentan mantener algo de autonomía ante la presión de Washington.
El mensaje es claro: o compras nuestras armas o te conviertes en el “enemigo de la paz”. Así funciona la diplomacia cuando la dicta el Pentágono.
EUROPA ENTRE DOS FUEGOS: LA GUERRA Y EL NEGOCIO
España, Francia o Italia prefieren apostar por el plan europeo de financiación a Ucrania mediante los activos rusos confiscados: 194.000 millones de euros retenidos en Euroclear, la depositaria belga. Es una propuesta discutible, pero al menos tiene un control europeo. Frente a eso, el PURL de Trump no busca fortalecer a Ucrania, sino reactivar la economía bélica estadounidense, esa que convierte cada misil en una oportunidad de inversión.
Mientras tanto, la Unión Europea intenta disimular la fractura. Bruselas, en un gesto tardío de dignidad, ha advertido: “Responderemos a cualquier medida tomada contra uno de nuestros Estados miembros”. El mensaje va dirigido a Trump, que ha amenazado con sanciones y aranceles a los países que se nieguen a seguir su plan. Es la vieja estrategia imperial: castigar la disidencia económica con castigos comerciales.
La ministra española de Defensa, Margarita Robles, ha optado por la ambigüedad. “Si es necesario, España entrará en esa iniciativa”, dijo tras la reunión. Un “si es necesario” que suena más a rendición preventiva que a política exterior. Mientras tanto, Alemania, Canadá, Países Bajos, Suecia, Dinamarca y Noruega ya han comprometido 2.000 millones de dólares. El objetivo son 3.500, pero nadie sabe de dónde saldrá el dinero ni cuándo llegará. Europa vuelve a financiar la guerra con la ilusión de que eso traerá la paz.
Y al fondo, la voz de Trump: el presidente que considera que los aliados son clientes y la OTAN, su franquicia.
Cada tanque, cada dron, cada misil que Europa compre a Estados Unidos es un voto de confianza en su hegemonía.
Cada euro invertido en ese sistema es otro paso más hacia la pérdida total de soberanía.
El ministro ucraniano de Defensa, Denys Shmyhal, ha puesto las cifras sobre la mesa: Ucrania necesita 120.000 millones de dólares hasta 2026, de los cuales pide que los aliados europeos asuman el 0,25% de su PIB. La mitad de ese dinero irá directamente a las arcas de la industria armamentística estadounidense. Ni una palabra sobre reconstrucción, escuelas, sanidad o refugiados. La guerra se gestiona como una empresa de suministros: quien paga, decide; quien fabrica, manda.
Europa paga la guerra y Estados Unidos se queda con la paz, los contratos y la moral de superioridad.
El Instituto Kiel confirma que la ayuda militar a Ucrania cayó un 43% en julio y agosto. Las cifras no engañan: el apoyo se agota, el entusiasmo bélico flaquea, y el negocio se tambalea. Por eso Trump presiona. Necesita mantener viva la llama del miedo para seguir vendiendo fuego.
Y la OTAN, incapaz de pensarse fuera de ese marco, ha aceptado convertirse en la sucursal armada del capitalismo norteamericano.
En Bruselas, Mark Rutte habló de “cohesión” mientras medio continente miraba al suelo.
La imagen era perfecta: los europeos escuchando al amo, firmando contratos de dependencia y repitiendo la consigna de que “defender Ucrania es defender Europa”.
Lo que no dicen es que obedecer a Trump no es defender Europa: es hipotecarla.
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