Un cadáver político sostenido por tubos, mentiras y miedo
PROPAGANDA, MÉDICOS Y EL ÚLTIMO ACTO DE UNA DICTADURA QUE SE NEGABA A MORIR
El 20 de noviembre de 1975, a las 4:20 de la madrugada, dejó de respirar un dictador que llevaba semanas siendo más protocolo que persona. A esa hora murió Franco, pero el franquismo ya llevaba tiempo momificándose a sí mismo, aferrado a la idea de que la muerte del caudillo no podía significar el final del régimen. En la habitación silenciosa del hospital de La Paz, cuatro forenses se enfrentaban no solo a un cuerpo devastado de menos de 30 kilos, sino al encargo político de construir el último rostro del tirano. Ese fue el primer embalsamamiento. El segundo, el determinante, ya estaba en marcha desde antes: preservar el poder de una estructura que había vivido de la censura, el terror y el clientelismo durante casi cuatro décadas.
Las y los historiadores lo han documentado con precisión. A partir de 1973, la propaganda intentó maquillar lo imposible. Franco ya mostraba signos graves de deterioro neurológico y físico. Temblor. Senilidad. Ausencias. Episodios en los que ni respondía al entonces príncipe Juan Carlos de Borbón. El régimen, mientras tanto, vigilaba cada respiración. Sabían que cualquier fallo del dictador podía provocar un derrumbe interno del que ya no se levantarían.
En ese clima irrespirable, el asesinato de Carrero Blanco el 20 de diciembre de 1973 supone, según Paul Preston, “el golpe emocional más devastador desde la guerra”. A partir de ahí, el declive del tirano se acelera: anginas, tromboflebitis, hemorragias digestivas, irritabilidad, depresión. En octubre de 1974, Franco casi muere por una hemorragia masiva y recibe la extremaunción. Y en marzo de 1975, su aparato propagandístico dejó de tener capacidad para ocultar que el dictador se estaba deshaciendo ante los ojos de todo el país. El sistema también enfermaba.
El franquismo se preparaba para su primer cadáver: el suyo propio.
EL CUERPO DEL DICTADOR Y LA PELEA POR HEREDAR SU SOMBRA
El final no fue una agonía, fue una escenografía. Los últimos trece meses del tirano son un manual de cómo una dictadura intenta sobrevivir a la muerte de su líder: peleas internas, maniobras de sucesión, informes médicos censurados, ministros enviando señales contradictorias y la familia del dictador actuando como una corte medieval. El cardiólogo y yerno, Cristóbal Martínez-Bordiú, presionaba para intervenciones más invasivas; el médico personal, Vicente Gil, acabó apartado por oponerse a ese teatro macabro; el internista falangista Vicente Pozuelo asumió el control médico bajo criterios más políticos que clínicos.
Las y los especialistas relataron después un clima de violencia soterrada dentro del propio equipo sanitario. Una disputa feroz entre médicos civiles y médicos al servicio de la familia. Embates por decidir cuánta vida se prolongaba y cuánta muerte se fingía retrasar. Pozuelo explicó que llegaron a operar a Franco cuando era ya “una bolsa de sufrimiento”, solo para mantener en pie la ficción de un poder que se negaba a admitir el final.
Mientras tanto, Juan Carlos de Borbón, ya como jefe del Estado en funciones, maniobraba con Estados Unidos y Marruecos para sellar la entrega del Sáhara Occidental, garantizando así apoyos internacionales para su coronación. La dictadura aceptaba lo impensable por sobrevivir. No había principios, había pura biopolítica.
Y en esa atmósfera, el franquismo asesinaba hasta el último momento. El 27 de septiembre de 1975, en plena agonía del dictador, el régimen ejecutó a Baena, Sánchez-Bravo, García Sanz, Otaegi y Paredes Manot tras un consejo de guerra fraudulento. Franco agonizaba, pero la maquinaria de muerte seguía a pleno rendimiento. El sistema ejecutaba para demostrar que seguía siendo sistema.
El 12 de octubre, el dictador ya ni podía sostenerse. El 2 de noviembre, una nueva hemorragia lo deja al borde del colapso y es intervenido en un quirófano improvisado en El Pardo. Ingresa de nuevo en La Paz. Nunca saldrá.
El 18 de noviembre entra en coma. Ya es cadáver clínico, pero no político. A los forenses se les ordena falsear la hora de la muerte, como contó Antonio Piga en 2019. No había margen para que el régimen apareciese desorientado. La muerte debía ser controlada como una ceremonia de Estado. Un final sin grietas. Montaje final.
A las 4:58 del 20 de noviembre, Europa Press lanza el teletipo más esperado y más temido. Cinco horas después, Arias Navarro llora en televisión. No llora por Franco. Llora por el régimen que acaba de convertirse en reliquia.
A ese cadáver político, España le sigue pasando el plumero 50 años después.
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