De actriz de ficción a portavoz del delirio: la peligrosa deriva conspiranoica de Elisa Mouliaá
DE LA TELEVISIÓN A LA TRINCHERA DE LA DESINFORMACIÓN
Elisa Mouliaá ha decidido que la realidad no basta. En su universo paralelo, la DANA que arrasó el este del Estado español no fue consecuencia del colapso climático, sino una operación encubierta de la OTAN. Lo dijo sin rubor, en un pódcast con Arturo Zarzalejo, entre alusiones al 11S y teorías sobre virus en el aire. “En siete minutos no puedes llenar once metros cúbicos de agua, es imposible”, afirmó, convencida de haber descubierto la verdad que el mundo ignora.
El problema no es solo lo que dice, sino el eco que genera. Mouliaá, conocida por Águila Roja, lleva años transitando de la ficción televisiva a la ficción ideológica. Su discurso mezcla pseudociencia, negacionismo climático y una fe ciega en la manipulación global, con un tono mesiánico que suena a revelación más que a reflexión. No hay duda: la actriz ha abandonado el plató para instalarse en el terreno resbaladizo del conspiracionismo mediático, donde cada dato científico es una amenaza y cada fenómeno natural, un plan secreto.
Detrás de esta deriva hay un patrón que se repite: figuras públicas con altavoz mediático que convierten su ignorancia en espectáculo. Mouliaá no es una excepción, es un síntoma. Y su discurso no es inofensivo. Cuando se afirma que la OTAN provoca tormentas o que los atentados del 11S fueron un montaje, se alimenta una cultura del recelo y del odio hacia lo verificable. Se sustituye el análisis por el dogma, la ciencia por la sospecha.
DEL 11S A LAS “ENERGÍAS OCULTAS”: EL NEGOCIO DEL MIEDO
No es la primera vez que Mouliaá navega por aguas turbias. Durante la pandemia, acusó a los gobiernos de “usar el miedo como herramienta de control”. Despreció las campañas de vacunación y compartió teorías sobre microchips, rastreo masivo y “mensajes subliminales” en los medios. En sus redes, el término “vibración” aparece más que la palabra “evidencia”. Lo espiritual se confunde con lo político, y lo irracional se viste de rebeldía.
Pero esta supuesta “rebeldía” no libera a nadie: manipula y divide. Detrás de cada discurso negacionista hay una maquinaria de desinformación que capitaliza la frustración social. Plataformas digitales, canales de Telegram, pseudomedios alternativos… todos se benefician del clic fácil, del morbo y del miedo. Y figuras como Mouliaá sirven como rostro amable del delirio. La estrategia es vieja: sustituir la verdad incómoda (la crisis climática, la desigualdad, la corrupción) por una mentira sencilla con enemigo incorporado.
Sus palabras sobre el 11S —“un avión no podía derrumbar unas torres así, tuvo que haber una bomba debajo”— no son solo una muestra de ignorancia técnica. Son una rendición ante la lógica del complot. Una lógica que niega la evidencia empírica y alimenta la paranoia global. Mientras los científicos alertan de que la DANA fue amplificada por el calentamiento del Mediterráneo, ella culpa a la OTAN. Mientras las víctimas reconstruyen sus casas, ella busca culpables invisibles.
Y lo más grave: lo hace con la autoridad simbólica que da haber sido un rostro conocido en la televisión pública.
Las palabras de Mouliaá no son anécdota: son un síntoma del colapso cultural de una época que confunde intuición con conocimiento y viralidad con verdad.
Cuando las pantallas se convierten en púlpitos y las actrices en predicadoras de la conspiración, el problema ya no es quién las escucha, sino quién las asesora. Porque lo que hay detrás no es espiritualidad ni búsqueda de la verdad: es negocio, es desinformación y es poder.
Y si la OTAN provoca tormentas, el negacionismo las convierte en tormentas de estupidez.
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