De los bebés africanos a los acuíferos latinoamericanos: el imperio del cinismo corporativo
EL NEGOCIO DE LA LECHE Y LA MUERTE
Pocas empresas simbolizan mejor la podredumbre del capitalismo global que Nestlé. La multinacional suiza, fundada en 1866 por Henri Nestlé, nació con la idea de crear una fórmula para bebés que no podían alimentarse con leche materna. Más de un siglo y medio después, se ha convertido en un gigante que vende agua, infancia y salud como si fueran propiedades privadas, dejando tras de sí una estela de abusos, enfermedades y ríos contaminados.
En los años setenta, Nestlé protagonizó uno de los mayores escándalos sanitarios del siglo XX. Con una agresiva campaña publicitaria, convenció a millones de madres pobres de África, Asia y América Latina de que su leche en polvo era “más saludable” que la leche materna. Para lograrlo, contrató vendedoras vestidas de enfermeras que ofrecían muestras gratuitas del producto a mujeres analfabetas o sin acceso a información médica. Las dosis estaban calculadas para durar justo hasta que las madres dejaran de producir su propia leche. A partir de entonces, dependían del polvo de Nestlé… y del agua contaminada que debían usar para disolverlo.
Miles de bebés murieron por infecciones, diarreas y desnutrición. Médicos y periodistas llamaron a esa fórmula “el asesino de bebés”. En 1981, la Organización Mundial de la Salud se vio obligada a aprobar el Código Internacional de Comercialización de Sucedáneos de la Leche Materna, condenando las prácticas de la compañía. Pero el daño ya estaba hecho. Décadas después, Nestlé sigue utilizando tácticas similares en países con legislaciones débiles, donde soborna a profesionales sanitarios y se presenta como aliada de la salud infantil mientras promueve la dependencia de su producto.
La pobreza no es un mercado, pero Nestlé la convirtió en uno.
DEL AGUA ROBADA AL PLÁSTICO Y EL TRABAJO INFANTIL
Nestlé ha transformado el agua —el bien común más básico— en mercancía. Bajo marcas como Pure Life o Perrier, la empresa extrae millones de litros de acuíferos públicos para embotellarlos en plástico y venderlos al precio del oro. En Pakistán, desvió manantiales enteros, dejando a comunidades enteras bebiendo aguas fecales. En Nigeria, Sudáfrica o México, el patrón se repite: Nestlé se instala en zonas empobrecidas, paga migajas por el recurso y lo vende a las mismas poblaciones que antes lo obtenían gratis.
El argumento es siempre el mismo: “eficiencia y sostenibilidad”. Pero la realidad es que la empresa ha sido señalada como una de las mayores responsables del plástico encontrado en océanos y playas de todo el planeta, según los informes anuales de Break Free From Plastic. Su promesa de sustituir los envases de un solo uso por materiales reciclables apenas ha avanzado un 1% en una década.
A esto se suma el horror en la cadena de producción del cacao. Durante más de veinte años, Nestlé ha sido acusada de utilizar trabajo infantil y forzoso en las plantaciones de África occidental. En 2001, se comprometió a erradicarlo “en cinco años”. Veinticuatro años después, sigue comprando cacao procedente de granjas donde niñas y niños trabajan con machetes, cargan sacos de 40 kilos y duermen en chozas sin agua ni luz. La empresa defiende que son “hijos de agricultores familiares”. Un argumento que encubre una verdad incómoda: si los campesinos cobraran un precio justo, no necesitarían mano de obra infantil para sobrevivir.
En 2020, una planta de Nestlé en Francia vertió toneladas de desechos biológicos en un río, matando más de tres toneladas de peces. La empresa prometió “revisar sus protocolos ambientales”. Nada cambia porque no hay castigo. Y donde no hay castigo, hay impunidad.
EL IMPERIO DE LA IMPUNIDAD
Nestlé no solo envenena el agua o explota a las y los niños. También falsifica etiquetas, manipula precios y compra legislaciones. En Canadá y Alemania fue acusada de pactar el precio del chocolate con Mars y Hershey. Pagó millones en indemnizaciones, pero sin admitir culpabilidad. En Colombia, la policía decomisó más de 300 toneladas de leche en polvo con fechas y marcas falsificadas. En India, sus famosos fideos Maggi contenían niveles de plomo muy por encima de lo legal.
Cuando se le acusa, Nestlé no se defiende: reformula el relato. En lugar de criminal, se presenta como “empresa comprometida con la nutrición y la sostenibilidad”. En 2002, llegó al absurdo de exigir a Etiopía el pago de una deuda de 6 millones de dólares en plena hambruna. Solo tras una ola internacional de protestas cedió parcialmente y “donó” una parte del dinero… a organizaciones humanitarias que operaban en el mismo país que había intentado exprimir.
Durante la guerra de Ucrania, Nestlé mantuvo sus operaciones en Rusia mientras miles de civiles morían bajo las bombas. Zelenski pidió públicamente que se retirara del país. La empresa alegó que “no quería perjudicar a sus trabajadores rusos”. El cinismo convertido en política corporativa.
Y mientras tanto, en Estados Unidos, financia grupos de presión que bloquean las leyes de ampliación del permiso de maternidad. No por convicción ideológica, sino porque menos semanas de lactancia significan más ventas de leche en polvo. El cuerpo de las mujeres como campo de batalla y el hambre como negocio.
Nestlé no es una empresa de alimentación. Es una máquina de colonización contemporánea.
Vende vida para después cobrar por la muerte.
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