La carta recuerda que en 2022, tras la invasión de Ucrania, Rusia fue expulsada sin dudarlo. Pero ahora, con una masacre aún más documentada y difundida, la UER guarda silencio.
Eurovisión 2025 está en marcha en Basilea, pero el espectáculo musical europeo vive uno de sus momentos más oscuros. Más de 70 artistas que han participado en ediciones anteriores del festival, entre ellos Salvador Sobral (ganador por Portugal en 2017), Charlie McGettigan (Irlanda 1994) o Mae Muller (Reino Unido 2023), han firmado una carta abierta en la que acusan a la Unión Europea de Radiodifusión (UER) de ser cómplice del genocidio perpetrado por Israel contra el pueblo palestino.
El escrito, publicado por Artists for Palestine UK, es contundente: “KAN —la televisión pública israelí— es cómplice del régimen de apartheid y de la ocupación militar que dura décadas”. No es una hipérbole. Desde octubre de 2023, las operaciones del ejército israelí han asesinado a más de 34.000 personas en Gaza, más del 70% civiles, según datos verificados por OCHA-ONU.
Mientras, el festival de la música más visto del mundo —más de 160 millones de espectadores en su edición de 2024— sirve de plataforma para normalizar a un Estado acusado de crímenes de guerra y de utilizar las cámaras como armas de blanqueamiento internacional.
La carta recuerda que en 2022, tras la invasión de Ucrania, Rusia fue expulsada sin dudarlo. Pero ahora, con una masacre aún más documentada y difundida, la UER guarda silencio. ¿Por qué? ¿Por quién?
SILENCIO, CENSURA Y DOBLE RASERO EN EUROVISIÓN
Lo sucedido en Malmö 2024 fue, según palabras de los artistas, “el desastre anunciado”. La UER permitió la participación de Israel en pleno bombardeo en Gaza mientras silenciaba a delegaciones que protestaban y reprimía muestras de solidaridad. Fue la edición más politizada, más vigilada y más incómoda de la historia reciente del certamen. El festival, que presume de ser una fiesta por la paz y la diversidad, se convirtió en un escaparate de impunidad para una potencia ocupante.
Y no es un caso aislado. En esta investigación del medio sueco Dagens ETC, se expuso que algunos de los patrocinadores del festival tienen vínculos directos con el ejército israelí y con empresas que operan en asentamientos ilegales en Cisjordania. Una estructura de complicidades que no deja margen para la neutralidad.
La UER, lejos de rectificar, ha endurecido su control sobre los mensajes políticos de los participantes, impidiendo incluso banderas arcoíris o críticas simbólicas. Todo mientras sostiene la presencia de Israel como si nada ocurriera, como si Gaza no existiera.
“Nos negamos a permitir que la música sirva para encubrir crímenes contra la humanidad”, escriben las y los firmantes. Lo hacen en un momento en el que la cultura sufre una ofensiva global por parte de los regímenes autoritarios. Silenciar a las voces críticas en nombre de la “no politización” es, en realidad, una forma cobarde de alinearse con los poderosos.
Y mientras tanto, en el Estado español, el presidente Pedro Sánchez recibe con entusiasmo a la representante nacional Melody, deseándole suerte con un “nuestra diva”. Una anécdota que ilustra el contraste entre los fuegos artificiales institucionales y la sordera política ante una limpieza étnica televisada en directo.
No hay excusas. La comunidad artística ha hablado. Si se expulsó a Rusia por su invasión de Ucrania, debe hacerse lo mismo con Israel por sus crímenes en Palestina. Lo contrario es cinismo. Lo contrario es complicidad. Y lo contrario está ocurriendo ahora, mientras la televisión europea canta y baila sobre ruinas y cadáveres.
La UER ha convertido Eurovisión en un negocio manchado de sangre.
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