La tolerancia auténtica no es un gesto amable, ni una actitud de neutralidad ante todas las posturas. Es una decisión ética que se construye sobre la dignidad humana. Por eso Popper nos advirtió (no como teoría abstracta, sino como advertencia histórica) que la tolerancia solo puede sobrevivir si se niega a sí misma frente a lo que busca destruirla.
Hoy vivimos en un tiempo donde la intolerancia ya no se declara como tal: se disfraza de “libertad de expresión”, de “opinión”, de “sentido común”. Se presenta como una reacción espontánea del pueblo, cuando en realidad es una construcción deliberada de poderes que necesitan enemigos para justificar su existencia.
El odio siempre tiene padrinos.
La paradoja es que nos piden ser tolerantes con quienes reclaman el derecho a humillar, despojar, excluir o violentar. Nos dicen que cuestionarlo es censura. Pero la tolerancia que no se defiende a sí misma deja de ser virtud y se convierte en rendición. Y ahí empieza la caída: cuando lo inaceptable se normaliza, lo humano se degrada y la democracia se vuelve mero decorado.
No se trata de “convivir con todas las ideas”. Se trata de preservar el espacio común donde las ideas no se imponen por miedo, fuerza o fanatismo, sino a través del diálogo y la igualdad.
La pregunta, entonces, no es si debemos tolerar la intolerancia.
La pregunta es si estamos dispuestos a asumir el costo de proteger lo más frágil que tenemos: la posibilidad de vivir juntos y juntas sin odio.
Porque la tolerancia es una conquista.
Y puede perderse.
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