Mamdani ha enterrado a quienes confundieron política con personal branding. Organizar a la clase trabajadora sigue siendo el arma más poderosa
CUANDO EL PROGRESISMO DE LOS LIKES SE ENCUENTRA CON LA REALIDAD
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Durante años nos hicieron creer que el futuro se disputaba en Instagram. Que bastaba con una estética cuidada, discursos inclusivos y una agenda diversa para construir mayorías sociales. El progresismo posmoderno se entregó a la política como performance: vídeos emocionales, storytelling personal, campañas diseñadas por consultoras y asesoras de imagen. Una izquierda de escaparate, más pendiente del algoritmo que del barrio, más amiga del trending topic que del sindicato.
En ese ecosistema estéril, Zohran Mamdani ha encendido una mecha. Su victoria en las elecciones municipales de Nueva York no es solo el ascenso de un joven de 33 años con raíces en Uganda y la India. Es la derrota en directo del marketing político frente a la organización popular, del discurso vacío frente al trabajo paciente, de la promesa sin conflicto frente a la movilización de clase. Mamdani no ha ganado con memes, ha ganado con militancia. No con campañas pagadas, sino con vecinas y vecinos implicados en cada cuadra.
En una ciudad donde la desigualdad ha alcanzado niveles obscenos, el Partido Demócrata llevaba décadas vendiendo esperanza sin tocar el poder real. Mamdani no ha prometido diversidad en los consejos de administración, sino techo, salario y salud para todas y todos. No ha pedido aplausos por su identidad, sino compromiso colectivo contra la precariedad y la gentrificación. Frente a la retórica emocional que conmueve sin transformar, él ha propuesto organización y redistribución. Ha demostrado que la política no es una cuestión de influencers, sino de estructura.
¿Quién votó a Mamdani? Quienes están hartas de ser usadas como decorado por el liberalismo bienpensante. Las cajeras invisibles, los camareros migrantes, las enfermeras y enfermeros que aguantaron la pandemia y luego fueron despedidos. Las y los inquilinos expulsados por fondos buitre, la juventud que no encuentra vivienda digna. No querían una marca con valores, querían un proyecto con poder. Y lo construyeron desde abajo.
EL ENTIERRO DE UNA IZQUIERDA SIN CONFLICTO
La victoria de Mamdani ha expuesto el fracaso estrepitoso del centrismo disfrazado de justicia social. Ese progresismo que presume de avances simbólicos mientras acepta presupuestos austericidas, apoya guerras imperialistas y criminaliza la protesta. El mismo que llora en discursos sobre la inclusión pero vota recortes en vivienda pública. Que celebra la diversidad en cargos mientras aprueba desalojos y privatizaciones. Que se presenta como barrera contra el fascismo pero pacta con las élites económicas que lo alimentan.
Frente a esa impostura, el triunfo de Mamdani ha sido un terremoto. Porque ha roto el consenso tácito entre progresismo de escaparate y poder neoliberal. Ha demostrado que no basta con parecer justo: hay que tocar intereses. Y que cuando eso ocurre, el sistema reacciona con furia, no con aplausos.
En las semanas previas a las elecciones, los grandes medios callaron. Las encuestadoras lo ignoraron. Las cúpulas del Partido Demócrata lo aislaron. No hubo foto con celebridades, ni apoyos desde Netflix. Solo un ejército de voluntarias y voluntarios recorriendo barrios, organizando asambleas, tocando puertas, escuchando y convenciendo. Así se gana sin el dinero de Wall Street ni el respaldo de fundaciones corporativas. Así se gana cuando se cree en la clase trabajadora como sujeto político, no como audiencia de una campaña.
Lo que ha pasado en Nueva York no es un milagro. Es un método. Un método que incomoda porque no busca gestionar el capitalismo con cara amable, sino confrontarlo. Que no confía en cambiar el mundo desde el centro, sino desde las márgenes organizadas. Que entiende la política como un conflicto, no como una marca. Que no se disculpa por ser radical cuando lo que está en juego es la dignidad de millones.
No se trata solo de Mamdani. Se trata de una generación que ha aprendido que el poder no se conquista con virales, sino con base social. Que no hay algoritmo que sustituya la confianza construida en las calles. Que no hay influencer que pueda suplantar el trabajo colectivo.
El progresismo de escaparate está muerto. Solo queda el cascarón. Y mientras sus restos se pasean por platós, fundaciones y charlas TED, en las esquinas del mundo hay quienes siguen organizando. Porque si algo hemos aprendido, es que el cambio no se sube al escenario, se construye en el subsuelo.
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