No pedimos, exigimos. Las calles no son un ruego, son una demostración de poder.
NO SOMOS “PROTESTONES”, SOMOS DEMOSTRADORAS Y DEMOSTRADORES
En el Estado español, los medios llevan años vaciando de contenido político la palabra “manifestación”. Han sustituido esa palabra por otra más dócil: “protesta”. Y no es casualidad. “Protestar” suena a queja, a berrinche. “Manifestarse” suena a pueblo.
Cada vez que una televisión llama “protesta” a una huelga, a una acampada o a una marcha feminista, nos está arrebatando poder simbólico. Porque protestar es pedir. Manifestarse es demostrar. Y lo que ocurre en las calles de Madrid, València, Santiago o Sevilla no son súplicas. Son demostraciones de fuerza colectiva frente a gobiernos que legislan para las élites.
Como explica Peter Bergel en CounterPunch, cuando salimos a la calle no estamos mendigando justicia, estamos exhibiendo nuestra mayoría. Lo hacemos cuando miles de pensionistas llenan la Puerta del Sol, cuando las enfermeras y enfermeros saturan la Gran Vía, cuando los estudiantes ocupan rectorados, cuando el movimiento por la vivienda desborda el Congreso, o cuando las feministas cortan la Castellana el 8 de marzo. Eso no es una “protesta”. Es una demostración política en el sentido más literal: el pueblo demostrando quién sostiene el país.
El lenguaje no es inocente. Cuando las televisiones públicas capturadas por los gobiernos del PP hablan de “protestas minoritarias” o de “altercados”, construyen un relato que reduce a la ciudadanía organizada a una masa que se desahoga, no a una fuerza que impone agenda. Nombrar así a quienes se manifiestan es convertirlos en súbditos. Y cada vez que aceptamos ese término, renunciamos a una parte de nuestra soberanía.
DE LA CALLE AL PODER: ESTRATEGIA, NO CATARSIS
En España hay una larga tradición de movilización social que ha cambiado leyes y gobiernos: el 15M, las mareas, las huelgas feministas, los movimientos vecinales que frenaron desahucios o las protestas contra la Ley Mordaza. Ninguna de esas luchas se ganó “protestando”, sino demostrando que los de abajo podían poner límites a los de arriba.
Pero hay que aprender de la historia reciente. Una manifestación que mengua en número o en fuerza simbólica puede transmitir debilidad. Por eso la calle necesita estrategia, no solo impulso. No se sale por costumbre. Se sale cuando hay una causa que une y una dirección clara. Si el próximo acto no va a ser más grande que el anterior, hay que repensarlo. La calle no debe ser un rito catártico, sino una herramienta planificada.
El poder económico y político necesita movilizaciones descoordinadas, breves, cansadas. Prefiere vernos gritar un día y desaparecer al siguiente. Prefiere llamarnos “protestones”, porque un pueblo que solo protesta se agota, pero un pueblo que demuestra se organiza.
Y eso es lo que temen. Que las plazas y avenidas vuelvan a llenarse con la misma convicción con la que se llenaron en 2011, en 2018 o en 2024. Que la ciudadanía deje de hablar de protestar y vuelva a hablar de demostrar. Que deje de pedir y empiece a mandar.
Porque las y los manifestantes no son súbditos.
Son quienes mantienen viva la democracia real.
No protestamos. Demostramos.
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