El asedio a Gaza desnuda la hipocresía de Occidente y convierte en papel mojado la promesa del “nunca más”.
La historia del siglo XX nos enseñó que el Holocausto fue la cima del horror moderno. Alemania quedó marcada por la necesidad de enfrentarse a sus propios crímenes y convirtió el apoyo a Israel en su Staatsräson, su razón de Estado. Washington y Bruselas adoptaron la misma lógica: la solidaridad incondicional con Israel se convirtió en el dogma político que sellaba la identidad del bloque occidental.
El 7 de octubre de 2023, tras la masacre cometida por Hamás en territorio israelí, la maquinaria propagandística se puso en marcha. La comparación fue inmediata: Hamás eran “los nuevos nazis”, cualquier crítica a Israel se tachó de antisemitismo y el bombardeo indiscriminado sobre la población civil palestina se bendijo como legítima “autodefensa”. Dos años después, ese relato se ha hecho añicos. Israel no se defiende, arrasa. No protege vidas, las aniquila. Gaza se ha convertido en el emblema del genocidio del siglo XXI.
Ni los cortes de electricidad, ni el veto a periodistas internacionales, ni el asesinato sistemático de reporteras y reporteros palestinos han conseguido silenciar a la población bajo las bombas. Con teléfonos móviles, con imágenes de niñas y niños famélicos, se ha documentado lo que los gobiernos occidentales siguen llamando con cinismo “exceso de fuerza”. La opinión pública internacional ha girado. Según encuestas recientes, casi la mitad de la ciudadanía en Reino Unido y Estados Unidos acepta ya que Israel está cometiendo un genocidio.
LA COMPLICIDAD OCCIDENTAL COMO POLÍTICA DE ESTADO
En enero de 2024, la Corte Internacional de Justicia dictaminó que existía un “riesgo plausible” de genocidio en Gaza. La reacción fue el silencio. Medios de comunicación vetaron la palabra prohibida. Gobiernos europeos, salvo las excepciones de España, Irlanda y Eslovenia, siguieron blindando a Netanyahu. El primer ministro británico, Keir Starmer, que en 2015 defendió ante ese mismo tribunal la acusación de genocidio contra Serbia por Vukovar, hoy guarda silencio cómplice.
La Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio obliga a “prevenir y castigar”. Sin embargo, la mayoría de gobiernos prefiere argumentar que no puede actuarse hasta que el tribunal dicte sentencia definitiva, lo cual puede tardar una década. Es una farsa jurídica para tapar la inacción política. Mientras tanto, Netanyahu desfila por capitales europeas como si nada: Polonia llegó a invitarlo a la conmemoración del 80 aniversario de Auschwitz.
Lo que está en juego no es una cuestión semántica. Llamar genocidio al genocidio es el mínimo ético. Negarlo, retrasar su reconocimiento o blanquearlo, equivale a sostenerlo.
ROMPER CON ISRAEL O ASUMIR LA BARBARIE
La hambruna deliberada en Gaza ha roto el dique. Ni siquiera Donald Trump ha podido negar las imágenes. Macron, Starmer o Carney han empezado a protestar tímidamente y la “reconocida” del Estado palestino se ha convertido en el gesto de moda. Un gesto vacío que no detiene los bombardeos ni abre un solo corredor humanitario.
El problema es estructural. Romper con Israel implica tres fracturas: con décadas de apoyo político y cultural a su proyecto colonial, con la interdependencia económica y tecnológica que une a Israel con Europa y, sobre todo, con Estados Unidos, verdadero arquitecto y sostén del genocidio. Occidente prefiere mirar hacia otro lado porque romper con Israel es también cuestionar su propia identidad imperial.
La disonancia ya es insostenible. Israel bombardea hospitales, ejecuta desplazamientos forzosos y exhibe armas “combat proven” en ferias europeas. Al mismo tiempo, dirigentes israelíes viajan con total impunidad por aeropuertos europeos. Bélgica detuvo a dos soldados implicados en crímenes de guerra; puede que sea la punta del iceberg. Si la justicia ordinaria empieza a actuar, los gobiernos se verán forzados a elegir entre proteger verdugos o respetar el derecho internacional.
Frente a la tibieza institucional, la respuesta social debe ser contundente. No bastan restricciones parciales a la exportación de armas ni declaraciones diplomáticas calculadas. La única medida proporcional a la magnitud del crimen es una ruptura total con Israel. Suspensión de acuerdos comerciales, culturales y militares. Bloqueo a la importación y exportación de bienes. Prohibición de entrada a cualquier dirigente o representante que haya apoyado la limpieza étnica. Fin de la entrada sin visado de ciudadanos israelíes en 170 países.
Algunos dirán que estas medidas castigarían también a las comunidades judías de la diáspora. La respuesta la están dando colectivos como B’Tselem o Médicos por los Derechos Humanos-Israel: “nunca más” también significa nunca más para Palestina. Es en nombre de ese “nunca más” que debe construirse una alianza amplia, incluyendo a las y los judíos antisionistas, que legitime la ruptura con el Estado genocida.
Lo que se decide hoy no es solo el futuro de Palestina. Se decide si la promesa lanzada tras Auschwitz —esa que reza que la humanidad no toleraría jamás otro genocidio— era sincera o era pura propaganda.
O se rompe con Israel o se firma la defunción del “nunca más”.
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