La extraña guerra de Trump en el Caribe: tercera ejecución extrajudicial bajo bandera estadounidense
Trump convierte la “lucha antidroga” en una campaña militar sin ley, ni Congreso, ni derechos humanos.
GUERRA SIN CONGRESO Y SIN LEY
Donald Trump ha inaugurado un nuevo capítulo de violencia imperial. En apenas dos semanas, el Ejército de Estados Unidos ha hundido tres embarcaciones en el Caribe. La primera dejó 11 muertos, la segunda 3 y de la tercera apenas se sabe nada, salvo que el presidente se permitió revelarla con aire de superioridad a un grupo de periodistas en Washington.
No hay pruebas públicas, solo declaraciones altisonantes. Trump afirma que eran narcolanchas venezolanas, vinculadas al Tren de Aragua y al tráfico de cocaína y fentanilo. Lo dijo primero en su red Truth Social y después desde el jardín de la Casa Blanca, justo antes de subirse al Marine One rumbo a Londres. Ningún tribunal, ninguna votación en el Congreso, ninguna investigación independiente. Solo la palabra del presidente y la pólvora del ejército más poderoso del planeta.
El argumento de la Casa Blanca es que el narcotráfico constituye una “amenaza inminente” para la seguridad nacional. Eso bastaría, según Trump, para autorizar operaciones militares unilaterales. En otras palabras: la doctrina de la “guerra preventiva” aplicada ya no a Estados soberanos, sino a barcos civiles en aguas internacionales. Una peligrosa escalada que normaliza las ejecuciones extrajudiciales como método de política exterior.
EL DISCURSO DEL ENEMIGO Y LA HERENCIA IMPERIAL
No es casualidad que Venezuela aparezca como diana. Trump necesita un enemigo externo que le permita cohesionar a su base electoral y distraer de los escándalos internos. Ha dicho que Maduro “envía drogas y presos” a Estados Unidos, que el Tren de Aragua es una organización terrorista y que los migrantes ya no cruzan la frontera porque su política ha reducido las aprehensiones “a cero”. Mentiras y medias verdades que convierten a la población migrante y a los países del sur en chivos expiatorios perfectos.
Esta retórica no es nueva. Estados Unidos lleva más de un siglo interviniendo en América Latina bajo la doctrina Monroe, con la excusa de la estabilidad regional, el comunismo, el terrorismo o, ahora, el narcotráfico. El Plan Colombia de los años 2000 sirvió para militarizar el país y legitimar operaciones conjuntas con el ejército estadounidense, mientras el negocio de la droga seguía fluyendo hacia el norte. Hoy, con Venezuela en la diana, se recicla la misma lógica: matar sin juicio en nombre de la “seguridad nacional”.
El problema es que esta vez no se trata solo de colaboración encubierta o de asesoramiento militar. Trump está ordenando ataques directos, con muertos reconocidos por él mismo, en aguas internacionales. Lo llama defensa legítima. El derecho internacional lo llama violación flagrante de la soberanía y del principio de proporcionalidad.
El cinismo es absoluto. El propio presidente ha presumido de que los barcos de pesca ya no salen por miedo a ser atacados. Lo presenta como éxito, cuando en realidad significa que comunidades enteras quedan paralizadas bajo el terror de las operaciones estadounidenses. Se castiga por igual a supuestos narcos y a civiles que intentan faenar para sobrevivir.
Mientras tanto, la crisis de opioides en Estados Unidos sigue creciendo. Según los CDC, más de 107.000 personas murieron en 2022 por sobredosis, la mayoría relacionadas con fentanilo. Pero en lugar de invertir en salud pública, en prevención o en regulación, el Gobierno opta por enviar drones y fragatas a hundir lanchas en el Caribe. La guerra contra las drogas, iniciada por Nixon en 1971 y reforzada por Reagan en los 80, solo ha generado cárceles llenas y cementerios abarrotados. Ahora Trump la convierte en espectáculo televisivo.
PROPAGANDA, SANGRE Y NEGOCIO
El anuncio de cada ataque ha llegado en momentos calculados. El primero, con 11 muertos, coincidió con el aniversario de los atentados del 11 de septiembre, fecha perfecta para inflar el discurso de “seguridad nacional”. El segundo, con tres supuestos “terroristas varones”, lo difundió horas antes de emprender viaje de Estado al Reino Unido, como quien presume de un trofeo ante sus aliados. Y el tercero, apenas mencionado, quedó como coletazo propagandístico en un corrillo de periodistas.
Todo sirve para construir una narrativa: la de un presidente fuerte, implacable, capaz de borrar amenazas con un chasquido. Se trata de propaganda en estado puro. El enemigo es narcotraficante, terrorista, extranjero. El héroe es Trump, que no necesita Congreso, ni jueces, ni pruebas.
El trasfondo económico es evidente. La industria militar estadounidense vive de operaciones como estas. Cada misil lanzado, cada dron desplegado, cada fragata movilizada es dinero para contratistas y empresas armamentísticas. La “guerra contra la droga” es un negocio redondo, tanto como la “guerra contra el terror”. Y, de paso, se exporta miedo, se controla el Caribe y se envía un mensaje claro a cualquier país latinoamericano que intente salirse del guion.
Las voces críticas ya han empezado a sonar en Washington. Un grupo de senadores de ambos partidos ha pedido explicaciones. Organizaciones de derechos humanos denuncian la normalización de asesinatos extrajudiciales. El chavismo insiste en que los 11 tripulantes muertos no eran narcos. Pero la maquinaria mediática y política estadounidense funciona al ritmo de Trump. Lo que él afirma se convierte en titular; lo que él calla se convierte en sombra.
Y mientras tanto, el mundo observa cómo un presidente con negocios privados, investigado por conflictos de interés, utiliza al ejército más poderoso del planeta como su propio brazo armado para fabricar titulares y encubrir fracasos internos.
Trump ha convertido el Caribe en un laboratorio de impunidad. Una guerra sin guerra, un frente sin enemigo visible, un teatro sangriento donde las vidas humanas se contabilizan como puntos en su marcador político.
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