Del presidencialismo a la pulsión autoritaria: anatomía de una democracia sitiada
Javier F. Ferrero
EL DECRETO COMO DOGMA
La democracia estadounidense, ese experimento liberal que se ha vendido durante décadas como modelo global, está enfrentando su prueba más peligrosa no desde fuera, sino desde dentro. No se trata de una amenaza ideológica. Es peor: se trata de una mutación legalista, meticulosamente ejecutada, por un presidente que ha convertido la excepcionalidad en rutina, y el decreto en dogma.
Trump no está gobernando. Está ejecutando una forma de cesarismo posmoderno, en la que el aparato del Estado se pliega a la voluntad de una sola persona, y los límites constitucionales se reinterpretan como meras recomendaciones morales. Gobernar es firmar. Y firmar es vencer. Ese es el principio rector de esta presidencia, una presidencia que ha declarado más de 30 estados de emergencia sin que haya una guerra ni un huracán, sino una estrategia de guerra cultural permanente.
La Ley de Poderes Económicos de Emergencia Internacional (IEEPA), pensada para proteger la nación ante amenazas externas, se ha convertido en el andamiaje de una presidencia que no busca proteger nada: busca imponerse a todo. Desde los aranceles a las universidades, desde las ONGs a las protestas, todo se rige por una lógica militar: identificar, aislar, anular.
DEMOCRACIA VACÍA, PODER PLENO
Lo que se está desmontando no es una política. Es una arquitectura institucional. La democracia representativa estadounidense se sostenía sobre un equilibrio tripartito: Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Pero el presidencialismo actual ha absorbido al primero, ha ninguneado al segundo y ha convertido al tercero en una molestia formal. Trump no discute con el Congreso, no escucha a los jueces, no negocia con los estados. Impone, despide, amenaza.
El Congreso ha sido desarmado con una estrategia doble: por un lado, el control disciplinario del Partido Republicano, entregado a la lógica de supervivencia del trumpismo; por otro, la invocación constante de poderes extraordinarios que permiten esquivar la legislación ordinaria. En este nuevo paradigma, el legislador no legisla. Observa.
Los jueces tampoco están a salvo. Las órdenes judiciales son desobedecidas de facto, a través de dilaciones, recursos infinitos y la pura inercia institucional. El caso del inmigrante Kilmar Ábrego García, deportado pese a una orden de protección judicial, es solo un ejemplo entre decenas. La justicia se convierte en un teatro sin consecuencias cuando el Ejecutivo ya no respeta la ejecución de sus mandatos.
Y si el federalismo era una de las joyas del constitucionalismo estadounidense, la presidencia actual lo ha convertido en papel mojado. Los gobernadores demócratas no son interlocutores. Son obstáculos a destruir. Los marines desplegados en Los Ángeles, las amenazas al gobernador de California y las redadas masivas del ICE no son respuestas. Son provocaciones diseñadas para justificar la suspensión del equilibrio federal.
EL AUTORITARISMO DE LA NORMALIDAD
Pero lo más inquietante no es lo que Trump hace. Es lo que el sistema permite. Porque la emergencia es legal. El decreto es legal. Incluso la Ley de Insurrección de 1807 es legal. Lo que está haciendo Trump no es un golpe de Estado. Es la aplicación meticulosa de los resquicios del propio sistema. El autoritarismo, esta vez, llega con corbata, con bandera, con voto. Y con precedentes.
Como advirtió Hannah Arendt, el totalitarismo moderno no llega con una irrupción violenta, sino con una adaptación progresiva del aparato del Estado al vacío moral. No hay necesidad de abolir la democracia si se la puede parasitar desde dentro. Si los tribunales no pueden hacerla cumplir. Si el Congreso no se atreve a enfrentarse. Si los medios están divididos, si la sociedad civil está fragmentada, si el miedo organiza el silencio.
Joseph Stiglitz lo dijo sin rodeos: “Con Trump, la democracia puede desaparecer”. No se refería a un apocalipsis. Se refería a esto: al desgaste, a la costumbre, a la apatía. A ese momento en el que la ciudadanía deja de escandalizarse. En el que un decreto más ya no sorprende. En el que ver soldados en las calles se vuelve parte del paisaje.
NO QUEDA TIEMPO
Lo que se está ejecutando no es una política pública. Es una técnica de demolición institucional. Y lo más peligroso de una técnica es que puede ser replicada. Lo que hoy se hace en Estados Unidos, mañana podrá ser imitado en Europa, en América Latina, en cualquier rincón donde la democracia aún resista. Porque la tentación del poder sin límites siempre encuentra aprendices dispuestos.
¿Se puede parar a Trump? Sí. Pero no bastan comunicados ni editoriales. Ni siquiera bastan las urnas si antes se vacía su valor. Parar a Trump exige recuperar el sentido del límite. Y eso no es solo tarea de jueces o congresistas. Es una responsabilidad civilizatoria. Porque el problema ya no es solo Trump. Es el sistema que permite que Trump haga lo que quiera.
Y si no lo frenamos ahora, el problema no será que Estados Unidos pierda su democracia. El problema será que el mundo entero aprenda a gobernar sin ella.
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