“Y mientras tanto, Ayuso sigue avanzando, intocable, blindada por una cortina de humo que no solo la protege, sino que, además, redefine los términos del debate público”
El caso de Juan Lobato, al que algunos sectores del PSOE y, por supuesto, la derecha mediática y política han elevado a categoría de escándalo, es un ejemplo palmario de cómo las auténticas cuestiones de relevancia pública quedan enterradas bajo montañas de rumores, distracciones y polémicas artificiales. Mientras tanto, el núcleo del problema, un fraude fiscal confesado por la pareja de Isabel Díaz Ayuso, languidece en el rincón de las noticias olvidadas.
La estrategia es tan vieja como la política misma: convertir un acto de absoluta irrelevancia jurídica y ética, como la certificación notarial de unos correos por parte de Lobato, en un “pecado capital” que merece horas de tertulias y titulares de prensa. ¿El objetivo? Desviar la atención del auténtico escándalo, ese que, de abordarse con seriedad, pondría en jaque la credibilidad de quien ocupa la Presidencia de la Comunidad de Madrid. La confesión de un fraude fiscal por parte de la pareja de Ayuso, que suma más de 350,000 euros, debería ser motivo suficiente para un debate profundo sobre ética pública, pero se ha convertido, gracias a esta narrativa distorsionada, en una mera nota al pie.
El problema de fondo es cultural y estructural. En una sociedad que consume la política como si de un reality show se tratara, el espectáculo de las filtraciones, los correos y los ajustes de cuentas internos en el PSOE madrileño resulta más atractivo, más “mediático”, que la responsabilidad que debería asumir un dirigente cuya sombra se extiende ya sobre demasiados episodios oscuros. Los escándalos de las mascarillas, las comisiones millonarias y ahora este fraude fiscal confeso parecen resbalar sobre Ayuso como si la gravedad ética no tuviera peso alguno en su caso.
Juan Lobato, por su parte, no es más que el chivo expiatorio de turno, víctima tanto de las facciones internas de su propio partido como del acoso mediático de una derecha que ha hecho del “y tú más” un arma de destrucción masiva. En lugar de convertir el caso Ayuso en una oportunidad para un debate nacional sobre el deterioro de las normas éticas en la política, el PSOE madrileño parece más empeñado en resolver sus cuitas internas, entregando la cabeza de su líder regional en bandeja de plata.
Pero hay algo más profundo, algo más inquietante, en todo esto. Es la aceptación tácita, incluso resignada, de que la política puede reducirse a una serie de maniobras tácticas cuyo único propósito es desviar la atención del núcleo de los problemas. Es la normalización de la distracción como estrategia de poder, y la consolidación de un discurso en el que las verdades incómodas se entierran bajo el peso de la irrelevancia intencionada.
¿Quién gana con todo esto? Desde luego, no los ciudadanos, que ven cómo los grandes problemas estructurales—la corrupción, la desigualdad, la falta de ética en la gestión pública—quedan relegados a un segundo plano. Y mientras tanto, Ayuso sigue avanzando, intocable, blindada por una cortina de humo que no solo la protege, sino que, además, redefine los términos del debate público, convirtiendo lo esencial en accesorio y lo accesorio en urgente.
Es, sin duda, un triunfo del ruido. Pero como toda victoria construida sobre la desinformación y el desvío del foco, es también un síntoma del deterioro de nuestro espacio público y de nuestra capacidad colectiva para exigir transparencia, responsabilidad y justicia. Un deterioro que, si no se detiene, nos terminará costando mucho más que esos 350,000 euros.
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