La protección judicial ante la querella por fraude fiscal reabre el debate sobre la inviolabilidad, la desigualdad ante la ley y el descrédito institucional
Cinco millones de euros defraudados. Cientos de páginas de investigación archivadas. Y una sentencia del Supremo que, lejos de analizar los hechos con rigor, despacha a quienes denuncian los privilegios de Juan Carlos I con sarcasmos jurídicos y desdén institucional. Así es como funciona la justicia cuando el acusado ha sido jefe del Estado y tiene aún contactos y blindajes suficientes para reírse de las y los contribuyentes desde su retiro dorado.
Los juristas que presentaron la querella no solo denuncian una regularización fiscal fraudulenta, sino que acusan directamente al Alto Tribunal de tapar al emérito. Según el recurso de súplica presentado esta semana —recogido por infoLibre—, Juan Carlos de Borbón ya había sido informado por la Fiscalía de la apertura de diligencias cuando decidió simular un acto de buena fe tributaria. La ley es clara: si el defraudador regulariza tras conocer que está siendo investigado, no puede acogerse a la excusa absolutoria del artículo 305.4 del Código Penal.
Pero el Supremo decidió otra cosa. Decidió decir que no, que las notificaciones previas no eran relevantes, que el archivo de la Fiscalía era “más que conveniente”, y que el monarca actuó correctamente… después de verse acorralado por escándalos públicos, investigaciones mediáticas y una creciente presión ciudadana. No porque quisiera colaborar con Hacienda. Lo hizo porque no le quedaba otra.
UN SUPREMO QUE INSULTA, OMITE Y PROTEGE
El texto del recurso es demoledor. Denuncia el uso de “calificativos impropios” y una actitud despectiva hacia los querellantes por parte de una Sala que debería limitarse a juzgar hechos y no a editorializar como si estuviera en un plató de tertulia. “Entusiastas valedores” o “querella disparatada” son algunos de los términos utilizados por las y los magistrados, que dedican más de diez folios a desacreditar a quienes se atrevieron a señalar que Juan Carlos I debía ser investigado por ocultar fortunas millonarias en cuentas suizas y fundaciones opacas como Lucum o Zagatka.
“Conservamos nuestro entusiasmo por las causas justas y nuestra capacidad de indignación frente a las injusticias”, responden los juristas en su escrito, que señala también una vulneración del derecho fundamental a la tutela judicial efectiva. Porque no se trata solo de que el Supremo dé carpetazo. Se trata de que ni siquiera ha permitido que se valoren las pruebas solicitadas: las comunicaciones oficiales entre la Fiscalía y el rey emérito, que confirmarían que el conocimiento formal de las diligencias se produjo antes de su regularización. Una omisión que va contra la propia jurisprudencia del Constitucional y que podría, de hecho, derivar en una futura denuncia ante dicho tribunal.
Pero ¿quién va a controlar al Supremo cuando el investigado es el arquitecto de un régimen fundado sobre la inviolabilidad, la opacidad y la red de lealtades cruzadas entre poderes? El blindaje judicial de Juan Carlos I no es una anécdota: es el pilar del sistema monárquico español.
El archivo de la querella, validado sin fisuras por la misma Sala que ahora debe resolver el recurso, no solo legitima la impunidad. Consolida una arquitectura institucional que reserva la justicia para las y los de abajo, mientras los de arriba disfrutan de sus fundaciones en Liechtenstein, sus cacerías en Botsuana y sus blanqueos fiscales avalados por resoluciones judiciales que ridiculizan al común de las personas.
Según el propio decreto de la Fiscalía, con esta maniobra de última hora el emérito logró evitar el pago de 5,09 millones de euros. Y lo más grotesco es que ese mismo texto es utilizado por los jueces para afirmar que todo está en orden. Porque, claro, si la Hacienda recupera dinero, da igual cómo, cuándo y por qué. El fraude se convierte entonces en virtud. La trampa, en colaboración. Y el delito, en anécdota.
Los juristas no descartan acudir al Tribunal Constitucional. Pero saben que los caminos institucionales están diseñados para agotar la resistencia, desgastar a las víctimas y proteger a los intocables. Quien ostenta el poder —económico, político o judicial— no necesita demostrar su inocencia: le basta con que sus amigos digan que no hay caso.
La justicia, cuando se arrodilla ante un rey, deja de ser justicia. Es sumisión con toga.
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