La libertad de no ser madre no debería escandalizar a nadie en 2025. Y sin embargo…
NO QUIEREN HIJOS, QUIEREN RESPETO
Lola Índigo no ha dicho nada que no hayan pensado millones de mujeres, pero lo ha dicho en voz alta y eso desata la histeria colectiva. En 2025 seguimos atrapadas y atrapados en un relato que convierte la maternidad en peaje obligatorio, en rito iniciático de la feminidad, en sentido de la vida por decreto. Que una mujer decida libremente no ser madre todavía se percibe como una amenaza. No para la especie, no para la natalidad. Una amenaza al orden simbólico que impone el deber de reproducirse y cuidar. Y si encima lo hace una artista con voz propia, con influencia, con una mochila lista para largarse sin mirar atrás, la condena no tarda ni medio scroll.
Lo que escuece no es que Lola no quiera hijos, sino que lo diga sin arrepentimiento, sin titubeos, sin pedir perdón.
En su entrevista lo deja claro: no quiere ser madre, le da pánico la pérdida de libertad. Ni más ni menos. Pero el escándalo no ha sido tanto su decisión, sino su argumentación. Porque lo que este país no soporta es que una mujer priorice su libertad por encima de cualquier otra expectativa. Lo llaman egoísmo, pero solo si lo dice ella. Si lo hiciera un cantante, un futbolista o un CEO dirían que es una elección valiente. A ella la llaman vacía. Y a las que la defendemos, desalmadas.
El patriarcado ha aprendido a disfrazar su violencia con la retórica del cuidado. “¿Quién te va a cuidar cuando seas mayor?” “Ya cambiarás de opinión.” “Lo mejor que me ha pasado es tener hijos.” Y si respondes, entonces eres una borde. No es solo machismo, es pedagogía forzada, chantaje emocional, manipulación cultural. Es una maquinaria que lleva siglos funcionando y que aún hoy exige explicaciones a las que deciden no subirse al tiovivo reproductivo.
EL MIEDO CAMBIA DE BANDO CUANDO HABLAMOS CLARO
El problema no es Lola Índigo. Ni Marina Lobo. Ni tú. El problema es todo lo que arrastramos: familias que presionan, ginecólogas que sermonean, suegras que exigen nietos, compañeras que te miran raro, amigas que susurran que te arrepentirás. No hay paz posible para una mujer que dice no quiero. No hay silencio respetuoso ni espacio sin juicio. Hasta las instituciones preguntan si piensas tener hijos cuando cambias de colchón o haces la declaración de la renta. Es acoso estructural, pero con sonrisa de catálogo.
Se escandalizan porque una mujer diga “quiero libertad” y no porque millones pierdan la suya criando solas, precarias y agotadas.
En 2025 todavía hay titulares que presentan la no maternidad como un escándalo. Hay políticas que tuitean compasión por “la generación engañada por el feminismo”. Hay columnistas que usan la expresión “rechazar ser madre” como si estuviéramos hablando de traición a la patria. Pero nadie les responde cuando las madres confiesan que sus parejas se desentienden, que no duermen, que crían solas. Eso, curiosamente, no les escandaliza. Lourdes Montes dice que Fran Rivera ya no se implica como antes y nadie se lleva las manos a la cabeza. Porque los hombres tienen derecho a desentenderse, pero las mujeres no tienen derecho a dudar.
Y sí, hay madres que se arrepienten, aunque esté prohibido decirlo. Porque les prometieron una plenitud que no llegó, una familia que no ayudó y una sociedad que no existe. Porque se tragaron el cuento de que “el reloj biológico” siempre gana. Porque eligieron ser madres sin saber que la maternidad, sin red ni corresponsabilidad, puede ser también cárcel.
Lo peligroso no es que haya mujeres que no quieran parir. Lo peligroso es que no puedan decirlo sin miedo.
El discurso de Lola Índigo incomoda porque es directo. Porque no se esconde en eufemismos. Porque no necesita validación. Porque no promete cambiar de opinión. No lo adorna, no lo negocia. Y eso desmonta siglos de expectativas, de relatos familiares, de monólogos sentimentales sobre “el verdadero sentido de la vida”.
Cada mujer que dice no quiero ser madre sin disfrazar el mensaje, sin dulcificarlo, sin recular, abre una grieta en el mandato patriarcal. Y cada ola de odio que le cae encima demuestra que esa grieta es real. No hay vuelta atrás.
El cuerpo de las mujeres no es un servicio público. Su útero no es patrimonio de la familia, del Estado, ni de ninguna moral cristiana travestida de consejos bienintencionados. Basta de explicaciones. Basta de justificar decisiones privadas ante tribunales populares en el supermercado, en Navidad, en el médico, en las redes.
A veces la mayor muestra de amor hacia la vida es no traer más vida al mundo. O traerla solo si puedes sostenerla. O no traerla nunca y vivir la tuya.
Y si eso molesta, lo siento. Bueno, no. No lo siento. Que les moleste. Porque si hay algo que las mujeres se han ganado a pulso en este siglo, es el derecho a elegir sin tener que dar las gracias, ni disculparse, ni callarse. Y si a alguien le parece “egoísta”, que se aguante. La libertad, como el feminismo, no pide permiso. Ni perdón.
Maternidad o barbarie
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