Curiosamente, la producción cinematográfica es uno de los negocios donde la certidumbre sobre el éxito de un nuevo producto, un estreno, es más caprichoso de lo que parece. Aunque podría pensarse que la selección de un buen guion, el nombramiento de un insigne director o la contratación de grandes estrellas pueden ser factores de éxito, en ocasiones, ni siquiera los tres ingredientes juntos garantizan las expectativas o los retornos esperados.
En paralelo a las películas que triunfan en taquilla, coexisten múltiples producciones que tienen un desempeño discreto, y otras que ni siquiera ven la luz y terminan en los archivos de los grandes estudios.
Dada esta volatilidad, los actores consagrados que no quieren arriesgar en el circuito independiente eligen opciones seguras. Sin embargo, puede resultar discutible si una película tiene éxito porque en ella trabaja una estrella, o es más bien al contrario, ¿cuál es la causa y cuál el efecto? Un artículo publicado en The New York Times explicaba:
“Si a una película que cuenta con estrellas le va bien, no significa necesariamente que las estrellas causen una mayor venta de entradas. De hecho, el movimiento parece ser el contrario: las estrellas seleccionan los proyectos que consideran prometedores. Y los estudios prefieren poner estrellas en las películas que esperan que sean un éxito (…) Las películas con estrellas tienen éxito no por la estrella, sino porque la estrella elige proyectos que tienden a gustar a la gente”.
Nos importa identificar las causas reales de lo que sucede porque nos permite tomar decisiones y revertir o replicar los acontecimientos. Por ejemplo, si sabemos que un producto que se pretendía innovador no ha funcionado en un mercado, intentamos averiguar las razones del fracaso, y no buscar justificaciones engañosas. Es célebre la frase que el rey Felipe II pronunció al conocer la derrota de la Armada Invencible, cuya misión era la conquista de Inglaterra: “No envié mis barcos a luchar contra los elementos”, refiriéndose a las malas condiciones meteorológicas durante el combate. Una excusa falaz.
Causalidad y filosofía
El análisis del fenómeno de la causalidad ha ocupado buena parte del debate filosófico desde la Antigüedad. En esta ocasión, quiero centrarme en la propuesta del filósofo escocés de la Ilustración David Hume, que explica que todos los razonamientos que nos hacemos pertenecen a dos clases: asociaciones de ideas y cuestiones de hecho. Por su rotundidad, a esta simplificación se la suele denominar el tenedor de Hume.
Las asociaciones de ideas se basan en relacionar conceptos abstractos. Por ejemplo, las proposiciones matemáticas, que se rigen por planteamientos deductivos.
Las cuestiones de hecho están referidas a juicios que formulamos cuando relacionamos experiencias u observaciones, advirtiendo algún tipo de conexión entre ellas. A esta segunda categoría pertenecen los juicios inductivos y también todas las reglas o criterios que vamos formando a lo largo de nuestra carrera, basadas en nuestras percepciones o en las rutinas que vivimos. Por ejemplo, la proposición “el sol sale todos los días por el este” sería de carácter inductivo, porque se basa en nuestra experiencia y percepción directa.
Esta clasificación sitúa a Hume en una órbita próxima al escepticismo: la relación causa-efecto solo es predicable de los juicios deductivos –de las asociaciones de ideas abstractas– pero no de los juicios inductivos, y desliza una propuesta que ha trascendido: del hecho de que el sol se ponga todos los días por el oeste no puedo deducir que vaya a suceder también mañana.
Mi interés no es discutir si es previsible que se ponga el sol mañana o no, sino el propio concepto de causalidad propuesto por Hume, porque me parece especialmente aplicable al entorno de la gestión empresarial. Como el entorno empresarial es estratégico y la gestión no es una ciencia exacta donde quepan los razonamientos deductivos, es muy discutible pensar que en la actividad de una empresa se produzcan causas y efectos de manera automática y evidente.
Incluso las razones que pueden parecer probadas, aceptadas de manera general, podrían cuestionarse. ¿No se ha encontrado en alguna ocasión en una reunión de trabajo en la que la mayoría de los miembros de un departamento justifican un fenómeno por una causa determinada que luego se demuestra que es sólo una suposición? Aunque pueda ser de buena fe, el pensamiento colectivo nubla el razonamiento e impide identificar las raíces de un problema. Si, además, existe mala fe, el problema es mayor.
El juego de los porqués
Una particular herramienta de análisis, llamada “Los cinco porqués de Toyota” –por ser esta empresa el entorno en el que fue desarrollada–, tenía como objetivo escrutar las razones últimas de un problema empresarial, con independencia de que hubiera argumentos aparentemente irrebatibles que lo explicaran.
El ejercicio arrancaba planteando una primera pregunta, que ponía en evidencia el problema para luego ir desenmarañando la madeja.
Por ejemplo: “¿Por qué se ha parado la cadena de montaje durante dos horas?”. La respuesta inmediata podría ser técnica: “Porque se ha caído la red dos horas”. La segunda pregunta sería: “¿Por qué se ha caído la red durante dos horas?”. La respuesta, imaginemos, sería: “Porque el equipo de mantenimiento eléctrico tiene sólo un turno diario de ocho horas”. A lo cual, se volvería a inquirir: “¿Por qué el equipo de mantenimiento sólo cubre ocho horas de una actividad que transcurre durante 24 horas?”. La respuesta podría ser: “Para ahorrar costes de personal”. La cuarta pregunta empezaría ya a rozar el meollo del problema real: “¿Por qué se ha decidido ahorrar costes de personal? Quizás la respuesta sería: “Para balancear el presupuesto”. La quinta pregunta sería ya de naturaleza verdaderamente estratégica: “¿Se puede ahorrar en otra partida que no sea la de personal de mantenimiento?”.
La virtud de este modelo es que la insistencia, casi confuciana, termina por relacionar cuestiones que parecían dispares, y que no se habrían tanteado de no extender el análisis, pero que afectan a varios departamentos o personas, e incluso involucran a la dirección general.
Normalmente, muchos problemas no se resuelven porque o bien los responsables directos no tienen mandato para tomar decisiones ejecutivas que les pongan remedio –y por lo tanto se perpetúan hasta que intervienen los mandos– o bien porque las preguntas, quejas y posibles soluciones se pierden en la burocracia de las organizaciones.
Toyota versus Hume
En todo caso, tampoco nos llevemos a engaño. Pareciera que la persistente herramienta de Toyota es más rigurosa porque el análisis del problema traspasa la superficie y toca otros ámbitos. Pero, de acuerdo con los planteamientos de Hume, seguiría faltando una relación necesaria de causa y efecto que pudiera proyectarse a cualquier situación futura en la que la cadena de montaje se parase porque cayera la red, y tendría razón.
Las situaciones y episodios empresariales tienen factura humana, y en hechos donde intervienen las relaciones personales no es posible aplicar reglas matemáticas ni criterios permanentes, independientes de las circunstancias o de los individuos. No estamos en paradigmas causales, como el que se produce cuando chocan dos bolas y trasladan el movimiento a una tercera. Hay muchos otros factores imprevisibles que escapan a ese control.
Como afirma Yuval Noah Harari en su libro Sapiens, “el libro de la naturaleza está escrito en el lenguaje de las matemáticas. Algunos capítulos (por ejemplo), se resumen en una ecuación bien definida; pero los estudiosos que intentaron reducir la biología, la economía y la psicología a pulcras ecuaciones newtonianas descubrieron que estos campos poseen un nivel de complejidad que hace que dicha aspiración sea fútil”.
El cuestionamiento del paradigma de la causalidad, del uso de la intuición o del pensamiento inductivo que propone Hume no impide que ese tipo de razonamientos forme parte de nuestra manera de interpretar los acontecimientos de cada día, de analizar situaciones empresariales y de tomar decisiones efectivas.
Lo que Hume pone de relieve es que la relación de causalidad entre hechos es aparente, y no tiene por qué producirse de manera necesaria siempre en el futuro. Este escepticismo relativo nos lleva a estar en guardia, especialmente ante decisiones trascendentales en una empresa, y a evitar la sobreconfianza basada exclusivamente en la experiencia previa.
De nuevo, una receta conveniente es cultivar la humildad, posiblemente el mejor prisma para ver las cosas en su mejor luz.
Una versión de este artículo fue publicada originalmente en LinkedIn.
Santiago Iñiguez de Onzoño no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.
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