Jaime Martínez Valderrama
Investigador postdoctoral en Desertificación, Universidad de Alicante
Emilio Guirado
Doctor en ciencias aplicadas al medioambiente, Universidad de Alicante
Fernando Tomás Maestre Gil
Catedrático de Ecología, Universidad de Alicante
Francisco Javier Ibáñez Puerta
Profesor Titular de Universidad, Departamento de Economía Agraria, Estadística y Gestión de Empresas, Universidad Politécnica de Madrid (UPM)
Jorge Olcina Cantos
Catedrático de Análisis Geográfico Regional , Universidad de Alicante
Rolando Gartzia González
Doctorando Dpto. Ingeniería Civil, Universidad Católica de Murcia
Existe un interés creciente por conocer los efectos sobre el medioambiente de la producción de alimentos. En relación a las frutas y hortalizas que consume Europa, uno de los principales problemas es la degradación de los acuíferos utilizados para el riego de estos cultivos. El estudio en el que se basa este artículo muestra, tomando como ejemplo la agricultura de invernadero de Almería, el peaje social y ambiental de este modelo agrícola. Comprender estos mecanismos es clave para proponer soluciones.
Derroche de agua y alimentos
¿Dónde se genera la escasez hídrica? La agricultura consume alrededor del 70-80 % del agua dulce. ¿Es la agricultura, entonces, la mala de la película, y los agricultores los enemigos a batir? Nada más lejos de la realidad. Necesitamos producir alimentos y el riego, sobre todo en zonas áridas, es una forma de asegurar rendimientos y aumentar la productividad.
Es un problema complejo en el que abundan las paradojas. Cada año los agricultores descartan miles de toneladas de alimentos, lo que implica el derroche de millones de litros de agua.
Aunque la cantidad de agua despilfarrada es muy baja respecto a toda la que se usa para regar, es un síntoma más de un sistema de producción y consumo de alimentos que hace aguas. Ello se debe a la obsesión por producir más y más, bajo el manoseado argumento de una población en crecimiento, sin considerar, entre otras cosas, que no toda la tierra de cultivo se dedica a producir alimentos.
Se busca maximizar el beneficio en el corto plazo, ignorando graves efectos colaterales que minan la capacidad productiva del territorio.
El agua hace milagros en las zonas áridas
Las zonas áridas del mundo ocupan prácticamente la mitad de la superficie y muchas son lugares propicios para la fotosíntesis, debido a la radiación solar que reciben. Sin embargo, escasea un elemento fundamental para la vida: el agua.
Pero cuando el agua llega, ocurren verdaderos milagros. Por ejemplo, la floración en el desierto de Atacama tras recibir unas exiguas lluvias convierte el ocre del desierto en un tapiz fastuoso.
A mediados del siglo pasado, la tecnología de perforación, la reducción de costos en los equipos de bombeo y la electrificación rural permitieron aprovechar un recurso hasta entonces invisible, las aguas subterráneas, y dar lugar a lo que se conoció como la revolución silenciosa: agua + calor + luz = milagro económico.
En España, con un 75 % de zonas áridas, esta combinación ha sido particularmente exitosa, al tener acceso a mercados blindados, como el de la Unión Europea.
Este contexto explica la solidez del regadío. Contribuye sustancialmente al saldo de la balanza agroalimentaria española, que ha alcanzado los 18 000 millones de euros positivos en 2021, convirtiendo a España en la séptima potencia agroalimentaria. Su respaldo social y electoral es enorme.
La trastienda de los milagros
No obstante, existen otras realidades que no encajan en este triunfalismo. Muchos municipios que se dedican a la agricultura de regadío intensivo cierran la lista de renta per cápita municipal del Instituto Nacional de Estadística (INE). Resulta llamativo que toda esa extensión de plástico en el sureste peninsular, que genera más de 3 500 millones de euros al año, albergue a cuatro de los diez municipios con menor renta.
Pese a que han mejorado mucho los últimos años, las condiciones laborales de los trabajadores tampoco destacan por su brillantez. Otro de los efectos no deseados es el exceso de producción, lo que provoca una caída en los precios y lleva a los descartes mencionados.
Si entramos en los aspectos medioambientales, el panorama es desolador. Basta con observar el estado de las masas de agua subterráneas. La extracción de agua por encima de la capacidad de recarga de los acuíferos provoca una disminución de sus niveles, lo que hace que el agua sea cada vez más inaccesible y que se generen problemas de intrusión marina en los acuíferos costeros. Además, su deterioro debido a la presencia de nitratos y otros vertidos los inutiliza para cualquier uso.
A ello se une la contaminación por plásticos, la pérdida de biodiversidad, la destrucción de hábitats y las emisiones de carbono. Se trata de una agricultura que necesita mucha energía importada: para la fabricación de fertilizantes, para desalar agua o para mover mercancías.
La teoría de la rueda de molino de la producción
Un resumen gráfico de esta teoría podría ser correr sin parar en una rueda de hámster: no cesamos de movernos y seguimos en el mismo sitio.
La siguiente figura resume los pasos que se dan en esta espiral. Inicialmente, alguien introduce una novedad (tecnológica o comercial), diferenciándose del resto de productores y logrando una efímera ventaja competitiva que se refleja en unos mayores beneficios y que el resto imita en cuanto puede para ponerse a la altura. Esa inversión para diferenciarse supone endeudarse, lo que exige aumentar el rendimiento.
Cuando esto ocurre a gran escala, el mercado se satura de productos y los precios caen, lo que impulsa la búsqueda de una nueva estrategia de diferenciación que permita producir más que la competencia (mejores instalaciones, riegos más eficientes, etc.) y obtener una posición dominante en esta jungla altamente competitiva en la que se ha convertido la agricultura. Nada que ver con la imagen del tranquilo campesino mimando su tierra. Eso es permacultura, y no es rentable.
A medida que los recursos se degradan, se reemplazan con sucedáneos, y se vuelve necesario producir más para abaratar costes de producción, la agricultura requiere más y más tecnificación y un poderoso músculo financiero. Gradualmente, el negocio es controlado por grandes inversores que van marcando las reglas del juego.
Los agricultores y su vulnerabilidad
Así, los agricultores ven cómo progresivamente sus márgenes se van comprimiendo. Por un lado, al ser una agricultura cada vez más tecnificada, despegada del territorio y del estado de los recursos, dependen del suministro de energía, fertilizantes, semillas, agua y asesoramiento. De ello se encargan empresas o corporaciones que van adquiriendo más protagonismo y dominio.
Por otro lado, las grandes distribuidoras son dueñas del canal de comercialización. Cada vez hay menos intermediarios y la tendencia es que el mismo supermercado que vende negocie directamente con los agricultores. Estos, muchas veces atomizados y desorganizados, son presas fáciles en la negociación. Su peor enemigo es querer sacar más tajada que el vecino.
La Administración
La Administración es la que supuestamente debe tener la información más completa sobre el asunto. Y la que debe hacer cumplir las leyes diseñadas para frenar esta dinámica. La Ley de Aguas de 1985, la Directiva Marco del Agua y la ley de la cadena alimentaria contemplan muchos de los aspectos que aquí se cuentan.
Teóricamente, todo lo anterior no debería suceder, pero nos seguimos haciendo trampa en el solitario y a veces nos cuesta comprender la compleja realidad. La propia Administración está dividida sectorial (Transición vs. Agricultura) y territorialmente (Europa/España/CC. AA./ayuntamientos) y cuesta ponerse de acuerdo.
La Administración está gestionada por los políticos que salen de las urnas. Y para encaramarse en esa posición necesitan convencer a los electores. Los premios a corto plazo suelen ser mejor vistos que las promesas a treinta años. Ese es otro problema: que las escalas temporales no encajan y en general somos muy cortoplacistas.
Jean-Claude Juncker, expresidente del Eurogrupo, pronunció una frase lapidaria al hablar de las reformas económicas que deja claro el problema: “Todos sabemos lo que hay que hacer, pero no sabemos cómo ser reelegidos una vez que lo hemos hecho”. En efecto, la Administración sabe los pozos ilegales que hay que cerrar, que hay que limitar los pesticidas, que eso subirá el precio de los alimentos y que el que lo haga pierde las elecciones. Por eso reculan cada vez que la cosa se pone fea. Ya si acaso que lo haga otro. Como dice Martín Caparrós, en el fondo estamos contra el cambio. Que cambien otros.
Los consumidores
Entonces, ¿qué puede hacer el ciudadano de a pie? ¿Debería cerrar el grifo mientras se cepilla los dientes? ¿Reciclar plástico en el contenedor amarillo? ¿Plantar un árbol cada vez que vea un calvero? No es justo pedir al ciudadano que resuelva problemas que requieren una visión panorámica.
Parece claro que si obligamos a los agricultores a asumir los efectos negativos que se producen (como salarios injustos, contaminación del agua, erosión del suelo, etc.), producir alimentos será más caro. Aunque si los distribuidores renuncian a parte de su tajada no tiene por qué ser así.
El ciudadano, en su papel de consumidor, puede elegir alimentos más sostenibles, pero para eso se requiere un etiquetado claro y una definición sólida de lo que significa “sostenible”. Por ejemplo, un producto etiquetado como “ecológico” no asegura que el uso de los recursos hídricos sea el adecuado.
Se pueden producir pimientos libres de fitosanitarios, pero cuyo riego suponga la salinización de un acuífero. El ciudadano puede informarse y, a través de su voto, mostrar sus preferencias, demostrando que le preocupa más el largo plazo que el corto. Pero poco más puede hacer.
El regadío es un sector estratégico
En las zonas áridas del mundo, e incluso en las húmedas, el riego aporta seguridad. En España, se ha convertido en un negocio muy rentable, aunque los agricultores no parecen estar muy satisfechos a tenor de las últimas protestas.
Más allá de los dividendos, hay que considerar otros aspectos, como su reparto y la tremenda huella de esta actividad en el territorio. No debemos sentir que las cortapisas al regadío (su regulación), en aras de su sostenibilidad, se vean como una confrontación al desarrollo económico y el bienestar.
El paisaje agrario español no puede entenderse sin el regadío. Por lo tanto, es crucial gestionarlo de manera que perdure, ya que permite liberar territorio para otros usos al ofrecer unos mayores rendimientos. Por ello, la ordenación del territorio es prioritaria.
Es necesario evaluar los recursos hídricos disponibles, la demanda de alimentos, observar las legislaciones ya establecidas y con todo ello utilizar los recursos de forma sensata. Seamos buenos antepasados y pensemos en que los que vengan también van a necesitar agua potable.
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