En la era del retroceso, cuando creíamos haber superado las sombras del pasado, emerge un diputado cuya visión de progreso parece anclada en los peores días de la historia. Alberto Bertie Benegas Lynch, el eco de una mentalidad arcaica, ha sacudido la conciencia colectiva con una declaración tan aberrante como peligrosa: la permisividad para que los padres arrebaten a sus hijos de las aulas y los sometan al yugo del trabajo infantil.
¿Acaso estamos retrocediendo en el tiempo? ¿Nos sumergimos en las tinieblas del siglo XIX, donde los infantes eran tratados como meros peones de la maquinaria laboral? La postura de Benegas Lynch no solo es indignante, sino que representa un desafío a la decencia y la moralidad de una nación que luchó arduamente por sus derechos más básicos.
¿Acaso Benegas Lynch ignora que una sociedad educada es una sociedad más próspera, más justa y más libre?
Con una ignorancia deslumbrante, este diputado se atreve a desacreditar la educación, la única herramienta verdaderamente liberadora que posee un país. ¿Acaso ignora el sacrificio de generaciones enteras que lucharon por el acceso universal a la enseñanza? ¿O prefiere enterrar la memoria de aquellos que se alzaron para que ningún niño vuelva a ser condenado al yugo laboral?
Es desgarrador constatar que en pleno siglo XXI, con todos los avances y conquistas que hemos logrado como sociedad, aún existan individuos tan retrógrados como Benegas Lynch. ¿Acaso no entiende que el trabajo infantil es una mancha indeleble en la historia de la humanidad, una afrenta a la dignidad humana que no podemos tolerar?
La educación es nuestro escudo, nuestra espada, nuestra única esperanza de construir un mundo mejor.
Sus palabras, cargadas de desprecio por el bienestar de los más vulnerables, no solo revelan su falta de empatía, sino también su desconexión con la realidad. Mientras él se regodea en sus privilegios, miles de niños y niñas son privados de su infancia, condenados a cargar sobre sus hombros responsabilidades que ni siquiera deberían imaginar.
Es vergonzoso que un representante del pueblo defienda tan descaradamente una práctica que atenta contra los derechos más elementales de la niñez. La educación no es un lujo reservado para unos pocos, sino un derecho inalienable de cada ser humano. ¿Acaso Benegas Lynch ignora que una sociedad educada es una sociedad más próspera, más justa y más libre?
El Gobierno, al distanciarse de estas palabras, muestra al menos una chispa de sensatez. Sin embargo, no basta con desaprobar una declaración tan execrable. Es necesario condenarla enérgicamente, levantar la voz contra aquellos que intentan socavar los cimientos de nuestra sociedad.
No podemos permitir que la sombra del trabajo infantil ensombrezca nuestro presente ni nuestro futuro. Es hora de unirnos en defensa de los derechos de la niñez, de alzar la voz contra aquellos que pretenden arrastrarnos hacia el abismo del pasado. La educación es nuestro escudo, nuestra espada, nuestra única esperanza de construir un mundo mejor. Y no permitiremos que nadie, ni siquiera un diputado perdido en las tinieblas del pasado, nos arrebate ese derecho inalienable.
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