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“La intimación –decían en 1962 las instrucciones de táctica de la Policía Armada (conocida en España como los grises)– consiste en advertir a una masa o muchedumbre que, de no ser obedecidas las indicaciones tendentes a la restauración del orden público, la Fuerza se verá obligada a emplear medios coercitivos”. El aviso era obligatorio “por humanidad y por imposición de la ley” y debía hacerse con megáfono y toque de corneta.
La vigente ley de protección de la seguridad ciudadana mantiene la necesidad del aviso. Sorprende por ello que, en el debate sobre la reforma de la llamada Ley Mordaza, se realce como novedad en algunos medios que la Policía deberá emitir un aviso previo verbal y audible antes de cargar contra una manifestación.
Pero no se trata solo de que los avisos formen parte de la historia policial española. El protocolo de aviso se ha desarrollado desde el siglo XVIII en diálogo con la afirmación de los derechos de ciudadanía.
Dispersar multitudes pacíficas
Para gobernantes, tropa y Policía, usar la fuerza para dispersar una muchedumbre violenta siempre ha sido fácil de justificar. La situación se les complica cuando la ciudadanía que protesta lo hace de forma pacífica.
Una de las respuestas a ese problema fue la invención de armamentos y protocolos para la aplicación poco letal de la fuerza. Cargas a bastonazos, manguerazos, gases lacrimógenos y pelotas de goma nacieron para sustituir a bayonetas, sables y disparos. Estos inventos surgieron originalmente en contextos de democratización en los que se hizo políticamente muy costoso matar o mutilar a conciudadanos. Otra historia, la que nos ocupa aquí, es la de los procedimientos para facultar el uso de la fuerza contra multitudes determinadas pero pacíficas.
El planteamiento del problema nació con la ciudadanía moderna. Tras la Revolución Gloriosa de 1688, los ingleses contaban con las protecciones del Bill of rights, la ley común y el juicio por jurado. Los ciudadanos reunidos y coreando consignas podían esgrimir sus derechos y afirmar que estaban elevando una petición. En ese caldo político y jurídico postrevolucionario, un miliciano o soldado que disparara contra la muchedumbre podía ser juzgado por asesinato.
La ley de motines Riot Act de 1714 vino a atajar esa situación. Buscaba hacer compatibles los derechos ciudadanos con la prevención de que la reunión pacífica de una multitud diera paso al motín. Antes de usar la fuerza, las autoridades debían leer una proclama en nombre del rey que llamaba a la dispersión y daba una hora para obedecer. Pasada esa hora, los reunidos serían considerados criminales y se podían usar las armas para dispersarlos sin temer consecuencias penales.
El Riot Act fue el primer protocolo para facultar el uso de la fuerza contra conciudadanos pacíficos. La palabra de la autoridad claramente pronunciada transformaba a los ciudadanos reunidos, por el hecho de desobedecer, en criminales. Los debates sobre la represión de los conflictos populares del siglo XVIII británico pasaron a versar sobre si se había leído la proclama de forma audible, se había esperado una hora o sobre si era la multitud la que había roto hostilidades apedreando a las tropas. La violencia previa de la multitud dispensaría la lectura de la proclamación.
Variantes de esta fórmula entraron en las legislaciones ilustradas. La pragmática sobre bullicios española de 1774, de Carlos III, establecía que las autoridades debían publicar un bando llamando a la dispersión. Declaraba también “reos y autores de bullicios” a quienes a partir de entonces persistieran reunidos en grupos de diez o más. Contra los contumaces estaba facultado el uso de la fuerza.
Con la Revolución Francesa de 1789 y la afirmación más completa de los derechos de ciudadanía, la dispersión de muchedumbres suscitó de nuevo problemas jurídicos y políticos. La ley marcial de ese año respondió al desafío. El uso de la fuerza debía publicitarse con banderas rojas y, antes de ordenar disparar, un magistrado debía proclamar ante el gentío:
“La ley marcial está en vigor. Todas las aglomeraciones son criminales y vamos a abrir fuego; que los buenos ciudadanos se retiren”.
El aviso se debía repetir tres veces. Como en Gran Bretaña, la proclamación no era necesaria si la multitud actuaba violentamente.
El siglo XIX, acompañando al constitucionalismo, vio una proliferación de protocolos. La fórmula se repetía: una reunión sin armas ni violencia podía no ser conforme a derecho, pero no era delictiva; pasaba a serlo tras desobedecer una intimación de la autoridad. Los avisos podían reforzarse con toque de cornetas, tambores o incluso cohetes para hacerlos llamativos.
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Nueva ley sin novedades
De lo que se sabe de la reforma de la Ley Mordaza española filtrada a la prensa, la principal novedad para España respecto a la habilitación del uso de la fuerza, si se introduce, será la “indicación expresa del plazo previo”. Tanto la norma del aviso, como la excepción al mismo cuando ha roto la violencia están vigentes y forman parte de nuestra historia.
El vaticinio es de continuidad. El debate seguirá versando sobre cada intervención concreta y seguiremos perplejos ante interpretaciones encontradas de un mismo evento. Ponderaremos grados de violencia manifestante y proporcionalidad de la actuación policial. Discutiremos sobre si la violencia de una minoría justificó disolver por la fuerza a una mayoría pacífica o sobre si la policía alimentó o instrumentalizó la violencia para crear las condiciones con las que resolver expeditivamente una situación. En suma, no saldremos de las coordenadas que el Riot Act estableció en 1714.
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