La sentencia del Supremo no solo absuelve un relato, lo instala en el centro del poder.
Hay decisiones judiciales que parecen dictadas para cerrar un caso. Otras, como esta, parecen dictadas para abrir un tiempo. Un tiempo donde la derecha y la extrema derecha muestran hasta dónde alcanzan sus tentáculos, no ya en la opinión pública sino en las propias instituciones llamadas a vigilarlas. El Tribunal Supremo ha concedido a Isabel Díaz Ayuso y a su pareja un triunfo que vale más que cualquier absolución: el triunfo del relato. El sueño húmedo de Miguel Ángel Rodríguez convertido en auto judicial. Un regalo inesperadamente rápido, oportuno y políticamente perfecto.
La condena a dos años de inhabilitación para el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, y la indemnización de 10.000 euros para Alberto González Amador, no solo clausuran un juicio. Inauguran una evidencia incómoda: la derecha madrileña ha logrado que su tesis de “conspiración” deje de ser un delirio propagandístico para transformarse en un argumento judicial avalado por el tribunal más alto del país.
La coincidencia temporal es tan obscena que parece escrita por un guionista cansado. Apenas veinticuatro horas después de saberse que González Amador había comprado el ático de más de un millón de euros en el que ya vivía con Ayuso, el Supremo dictó sentencia contra quien se atrevió a desmentir los bulos fabricados desde el despacho de Miguel Ángel Rodríguez. Los mismos bulos que nacieron el 13 de marzo de 2024, cuando MAR decidió que era el momento de fabricar una teoría de Estado paralela: Hacienda perseguía al novio de la presidenta por ser el novio de la presidenta. Así se cocina una persecución política. Primero inventas el fuego, luego exiges que te den un extintor.
LA OPERACIÓN POLÍTICA QUE HOY SE VE RECOMPENSADA
El origen de esta operación no está en los tribunales, sino en una rueda de prensa en Leganés. Allí Ayuso dijo que Hacienda le debía 600.000 euros a su pareja (era falso), que no había “ninguna trama” (el informe de 187 páginas de la Agencia Tributaria decía lo contrario) y que “todo el poder del Estado” se había movilizado para destruir a un empresario que, semanas después, ha podido comprarse un ático de lujo. Pocas veces la narrativa victimista ha maridado tan bien con el mármol de la cocina nueva.
Después vino MAR, con su habilidad habitual para intoxicar a periodistas antes de que existan pruebas, antes incluso de que existan hechos. Les aseguró que la Fiscalía había ofrecido un pacto a Amador y luego lo había retirado por órdenes del Gobierno. Todo era mentira. La propuesta la hizo la defensa. “Haz lo que veas”, le había dicho Amador a MAR. Y vaya si lo vio.
Cuando el bulo llegó a los medios, el fiscal general ordenó recopilar los correos que demostraban la falsedad y autorizó un comunicado para frenar la intoxicación. Hizo lo que debería hacer cualquier responsable institucional: impedir que se construyera un relato basado en una falsedad. Hoy, ese gesto le ha costado su carrera.
El Supremo ha tardado una semana en anunciar la condena. Una rapidez que ni en las oposiciones de notarías. El texto completo tardará más, pero poco importa: la derecha ya ha celebrado la victoria. Feijóo ha declarado que el fiscal general era “un peón del Gobierno”. Tellado ha dicho que la inhabilitación “inhabilita al presidente”. El PP nunca ha necesitado mucha coherencia, pero es admirable su capacidad para utilizar el Estado cuando conviene y denunciarlo cuando no.
LA PREGUNTA QUE PESA SOBRE TODO ESTO
¿Qué significa realmente esta sentencia? Significa que los tentáculos de la derecha llegan mucho más lejos de lo que se reconoce en público. Que son capaces de imponer un relato, sostenerlo, filtrarlo y, finalmente, conseguir que una parte del aparato judicial lo legitime. La prueba indudable de que Ayuso y MAR han logrado lo que buscaban no está en los argumentos del fallo, sino en su efecto político inmediato: convertir a la figura más alta del Ministerio Público en chivo expiatorio de un bulo creado para salvar a un contribuyente acusado de defraudar 350.951 euros.
El mensaje es obvio. La Fiscalía no puede corregir un bulo cuando beneficia al poder. No puede defenderse del acoso mediático. No puede señalar que es mentira lo que es mentira. Porque entonces, paradójicamente, puede ser acusada de revelar secretos por intentar proteger la verdad.
La derecha madrileña lleva años estirando los límites del poder, ocupando instituciones, blindando a los suyos y generando un ecosistema donde todo se interpreta bajo una única premisa: Ayuso no se toca. Y hoy, el Supremo ha decidido confirmarlo.
Ya no se trata de si el fiscal general cometió un error. Se trata de quién puede permitirse mentir sin consecuencia y quién puede permitirse decir la verdad sin ser destruido.
Porque la pregunta del momento no es si la justicia española tiene independencia. La pregunta, amarga y urgente, es esta: ¿quién controla realmente los resortes del poder en un país donde un bulo puede más que una evidencia y donde una sentencia puede más que un informe de 187 páginas?
Y, sobre todo, ¿quién será el siguiente en comprobarlo en carne propia?
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