La reconstrucción avanza entre ruinas, miedo y un Estado incapaz de proteger a su propia gente
UNA CAPITAL REDUCIDA A PIEDRA, HUMO Y TRAUMA
La calle Madani vuelve a llenarse de autobuses Bedford repletos de familias que regresan a Jartum con lo puesto, pero el paisaje que encuentran ya no es su ciudad. Torres que antes simbolizaban modernidad están hoy abiertas en canal como si alguien hubiera arrancado sus entrañas a golpes. No queda una sola fachada intacta. Hay coches calcinados dispuestos en fila, maletas reventadas, montones de casquillos y paredes agujereadas que narran dos años de guerra civil sin descanso.
Cuando estalló el conflicto en abril de 2023, casi 12 millones de personas huyeron según Naciones Unidas, y Sudán se hundió en la peor crisis humanitaria del continente en décadas. La pugna entre el ejército regular de Abdelfah al Burhan y las Fuerzas de Apoyo Rápido de Mohamed Hamdan Dagalo trituró el país por completo. En ausencia de un recuento oficial, organizaciones humanitarias estiman cientos de miles de muertes, una cifra escalofriante que solo aparece en informes técnicos, nunca en los discursos oficiales.
El Gobierno sudanés presume ahora de haber «recuperado» la capital, pero la palabra suena grotesca cuando un millón de personas vuelve a un lugar que se parece más a un museo del desastre que a una ciudad habitable. Antes de la guerra vivían en Jartum 2,5 millones de personas. En su área metropolitana, seis millones. Hoy nadie se atreve a adivinar cuántas de ellas podrán reconstruir algo parecido a una vida.
El aeropuerto internacional llegó a reabrirse a mediados de octubre. El Gobierno lo celebró con una fiesta oficial mientras las ruinas seguían humeando a pocas calles. Ese mismo día, las RSF lanzaron drones kamikazes y obligaron a cerrar el terminal. El 7 de noviembre repitieron la ofensiva. Era un mensaje evidente: Jartum sigue atrapada en una guerra que el poder político pretende dar por resuelta en los comunicados, pero no en la realidad.
RECONSTRUIR ENTRE MIEDO, NIÑOS SOLDADO Y MEMORIAS ROTAS
“No son más que niños”, repite Khalil Hariri, guardia de seguridad de 55 años, mientras vigila los restos de un banco saqueado. Describe a los combatientes de las RSF como adolescentes drogados, atrincherados en centros comerciales, disparando desde las azoteas. Relata cómo perseguían a civiles. Cómo disparaban sin sentido. Cómo la ciudad se convirtió en un tablero de tiro al blanco.
Hariri se sienta en una silla rescatada de los escombros, bajo un cobertizo roto. Es el mismo lugar donde antes aparcaban sus todoterrenos las y los ejecutivos del banco. Ahora lo comparte con electrodomésticos derretidos y el recuerdo de su compañero Mohamed. A Mohamed lo ataron de pies y manos, lo obligaron a rezar y le dispararon dos veces en la nuca. Hariri lo cuenta con voz baja, como si el volumen pudiera volver a invocar aquel horror.
Las y los investigadores internacionales han acusado tanto al ejército como a las paramilitares de matar civiles. Pero son las RSF quienes han perpetrado las masacres más brutales. En Darfur, organizaciones como Human Rights Watch temen un genocidio contra poblaciones no árabes, una advertencia repetida desde 2023 y todavía ignorada por la comunidad internacional.
A unas calles del banco, Nafisa Souleyman, de 55 años, sirve té en vasos diminutos. Su puesto fue durante años un punto de encuentro para la gente trabajadora del centro. Ahora solo se acercan guardias y algún vecino perdido que aún busca aparatos de aire acondicionado o cables de cobre entre las ruinas. Muchos visten uniforme militar. No se sabe si son soldados o ladrones. En Jartum, la frontera entre ambas cosas se ha diluido peligrosamente.
Souleyman señala un edificio con agujeros de metralla. “Aquí vivía gente”, dice con una simpleza que tiene más fuerza que cualquier informe de Naciones Unidas. Recoge un pasaporte que alguien dejó en un cartel derribado. Al abrirlo aparece la foto de un niño que nació en 2022. Guarda el documento con cuidado. “Si su familia regresa, se lo devolveré. Espero que siga vivo”, susurra.
El Gobierno habla de reconstrucción, pero lo que vuelve a Jartum no es mano de obra: es dolor. Son familias enteras que han perdido a sus hijas y a sus hijos, a sus jueces, a sus enfermeras y enfermeros, a sus vecinas y vecinos. No regresan para levantar una ciudad, sino para comprobar si aún existe algo que rescatar de su vida anterior.
Y mientras tanto, los drones siguen sobrevolando el cielo. Las RSF han tomado ciudades como El Fasher y avanzan. Los mercados vuelven a abrir solo unas horas al día. No hay electricidad estable. No hay agua corriente en muchos barrios. La comida es escasa. Las ONG advierten que Sudán podría convertirse en la próxima gran hambruna inducida por la guerra desde Yemen.
El Gobierno insiste en que la capital renacerá. Omiten un detalle que la gente de Jartum conoce demasiado bien: nadie puede reconstruir una ciudad que todavía está en la mira de los fusiles.
Una frase queda resonando en la calle Madani mientras los autobuses viejos descargan familias enteras:
el futuro no puede nacer entre ruinas si la guerra no ha terminado, pero el poder exige que la gente vuelva incluso cuando el peligro sigue respirando detrás de cada esquina.
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